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Cuento Guardianes

La narración puede ser producto de la imaginación del narrador, o tal vez es, la reproducción de un hecho real que cautivó la atención del escritor.

Quizás los lectores se sienten identificados con el relato, acaso los entretiene gratamente, pero podría ser, que descubrieran que él o ella es parte de la historia. Aún mejor, al leer la narración, existe la posibilidad, de sentir la cercanía con el autor; poder conectarse con él, con sus palabras, su prosa, su esencia, su espíritu… 



Cuento: "GUARDIANES"


De Enrique Vladimir Paz Castillo


   Llegar a la cima. Esa fue la decisión de siete niños una mañana del verano de 1981. Estaba decidido. En la infancia se acarician repentinamente sueños y se los persigue con voluntad, casi con devoción. Era imperioso escalar ese cerro, como un buscador anhela la verdad o el amante a la amada. La cima, dicen los místicos, es nuestro propio corazón.

Los días anteriores habíamos saciado nuestra curiosidad caminando por las faldas de un cerro de Huanchaco. Lleno de montículos que simulaban entierros, el camino se nos revelaba desolado, patético, y por ratos, tenebroso. Algunos huesos perturbaban nuestra ya afiebrada imaginación. Aquellas retorcidas osamentas serían las de algún aprista torturado, los restos de un idealista que pagó caro su sueño revolucionario.

El calor hace las cosas más borrosas. La existencia renuncia a su despiadada concritud, y eso es algo que el alma de un niño presiente alegremente. Estando de pronto, como muchos de esos días de verano, a los pies de aquel cerro, decidimos subir su empinada cuesta y tener el privilegio de observar aquellas aves de metal que levantaban vuelo al otro lado. El “otro lado” era posible si vencíamos al cerro, y la victoria era la cima, la felicidad extática que nos brinda la contemplación.

La pequeña expedición era comandada por mi hermana mayor, Tatiana, y compartíamos esta aventura mis hermanos Omar y Natalí; mis tres primos Aurelio, Eduardo, y Guido; y yo, el menor de mis hermanos. Partimos como a las diez de la mañana. Nada hacía presagiar algún hecho tremendo o misterioso.

El sol quema y pone a prueba los cuerpos. Aunque de lejos el cerro parecía pequeño, caminar sobre él nos mostraba su verdadera altura, y como tal, nos cobraba su precio. Se puede decir que todo cerro exige respeto, son los apus de nuestros ancestros y no admiten profanación. Pero nuestra subida no sólo era cándida curiosidad y hedonismo pletórico, sino también una inconsciente pero no menos seria  búsqueda de lo Oculto. Nos acercábamos a la cima con la gravedad y el respeto de quien se prosterna ante el altar. Éramos siete enanos ante el Misterio.

Ya casi en el cenit, el grupo cae en un breve letargo. Uno de mis primos, el menor, es víctima de una caída. Su tobillo ha sido dañado, pero él decide continuar. Ayudándolo, el grupo avanza más lentamente pero con más ánimos hacia la meta. El camino es tortuoso, errático. Los pies deben reconocer las aristas, pisar firme, detectar los ángulos, los recovecos que se insinúan tímidamente en el espacio.

Por otro lado, el viento juega su propia partida. Sus soplos por ratos son el hálito que parece dar la bienvenida y augurar una venturosa llegada. En otros momentos,  su fuerza y su ruido atacan con furia, como queriendo decir, deténganse!

Albricias. Hemos llegado. Extenuados, arribamos a una pequeña meseta. Es la cima. La arena jaspea el suelo ocre. El viento más el ruido de las aves metálicas  dan un aire grave al espectáculo, pero igual, todo conspira para presentar a nuestros sentidos el paisaje esperado: la naturaleza y la artificialeza hermanadas. Quedamos absortos un momento. El cansancio y la satisfacción producían una euforia indescriptible y gozábamos del nuevo paisaje descubierto. 

Sumidos en aquel instante sin segundo, algo nos trajo abruptamente hacia el otro lado de la meseta. Ante nuestros ojos un grupo misterioso de hombres aparecía. Venían del otro lado del horizonte, donde ninguna vida podría adivinarse. Su presencia fue como un rayo cuyo estruendo paraliza. Venían hacia nosotros corriendo y gritando, en clara señal de hostilidad. Su aspecto era antiguo, como salidos de alguna huaca cuyo tiempo se hubiese detenido. Eran altos, con cabellera larga, y una cinta o trenza en la frente. Sus rostros, de facciones alargadas y duras. Tenían color cobrizo y musculatura hercúlea. Sus ademanes eran inequívocos, nos estaban echando. Abominaban nuestra presencia y con miradas de odio y gritos indescifrables nos ahuyentaban del que parecía ser su recinto o morada profanada.

Aterrorizados ante esta extraña y poca amistosa aparición, iniciamos el descenso del cerro rauda y agitadamente. Por momentos, nos atrevíamos a mirar hacia atrás y veíamos acercarse más a esos seres agresivos y surrealistas. En pocos minutos, ya avizoramos la gruta, que era el lugar que marcaba o indicaba que estábamos ya en el pueblo, a salvo. Volvimos la mirada por última vez: nuestros perseguidores se habían detenido y retrocedían hasta perderse en la altura de aquel cerro misterioso, que no sólo guardaba paisajes sino ariscos guardianes, seres de hadas, pero tan reales como el sol que quema o las ensordecedoras aves de metal.

De vuelta en el hogar, nuestros  exaltados relatos sólo produjeron incredulidad e hilaridad, pero en nosotros produjeron el respeto  hacia los cerros, y la enseñanza de que no sólo el camino esta lleno de peligros, sino también la cima.

 

Enrique Paz Castillo.

Trujillo, 27 de enero de 2009.

 

 

 *Ilustración de Luis Eduardo Cassaro

*Extraído de “Cuento GUARDIANES”

Autor: Enrique V. Paz Castillo.

Editorial: Libros del Sol

*Publicación Póstuma

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