Si el amor es una capacidad de carácter maduro, productivo, de ello se sigue que la capacidad de amar de un individuo perteneciente a cualquier cultura dada depende de la influencia que esa cultura ejerce sobre el carácter de la persona media. Al hablar del amor en la cultura occidental contemporánea, entendemos preguntar si la estructura social de la civilización occidental y el espíritu que de ella resulta llevan al desarrollo del amor. Plantear tal interrogante es contestarla negativamente. Ningún observador objetivo de nuestra vida occidental puede dudar de que el amor –fraterno, materno y erótico- es un fenómeno relativamente raro, y que en su lugar hay cierto número de formas de pseudoamor, que son, en realidad, otras tantas formas de la desintegración del amor.
La sociedad capitalista se basa en el principio de libertad política, por un lado, y del mercado como regulador de todas las relaciones económicas, y por lo tanto sociales, por el otro. El mercado de productos determina las condiciones que rigen el intercambio de mercancías, y el mercado del trabajo que regula la adquisición y venta de mano de obra… El poseedor del capital puede comprar mano de obra y hacerla trabajar para la provechosa inversión de su capital. El poseedor de mano de obra debe venderla a los capitalistas según las condiciones existentes en el mercado, o pasará hambre. Tal estructura económica se refleja en una jerarquía de valores. El capital domina al trabajo; las cosas acumuladas, lo que está muerto, tiene más valor que el trabajo, los poderes humanos, lo que está vivo…
…El Capitalismo moderno necesita hombres que cooperen mansamente y en gran número; que quieran consumir cada vez más; y cuyos gustos estén estandarizados y puedan modificarse y anticiparse fácilmente. Necesita hombres que se sientan libres e independientes, no sometidos a ninguna autoridad, principio o conciencia moral –dispuestos, empero, a que los manejen, a hacer lo que se espera de ellos, a encajar sin dificultades en la maquinaria social-; a los que se pueda guiar sin recurrir a la fuerza, conducir, sin líderes, impulsar sin finalidad alguna –excepto la de cumplir, apresurarse, funcionar, seguir adelante-.
¿Cuál es el resultado? El hombre moderno está enajenado de si mismo, de sus semejantes y de la naturaleza. Se ha transformado en un artículo, experimenta sus fuerzas vitales como una inversión que debe producirle el máximo de beneficios posible en las condiciones imperantes del mercado. Las relaciones humanas son esencialmente las de autómatas enajenados, en las que cada uno basa su seguridad en mantenerse cerca del rebaño y en no diferir en el pensamiento, el sentimiento o la acción. Al mismo tiempo que todos tratan de estar cerca de los demás como sea posible, todos permanecen tremendamente solos, invadidos por el profundo sentimiento de inseguridad, de angustia y de culpa que surge siempre que es imposible superar la separatidad humana. Nuestra civilización ofrece muchos paliativos que ayudan a la gente a ignorar conscientemente esa soledad: en primer término, la estricta rutina del trabajo burocratizado y mecánico, que ayuda a la gente a no tomar conciencia de sus deseos humanos más fundamentales, del anhelo de la trascendencia y unidad. En la medida en que la rutina sola no basta para lograr ese fin, el hombre se sobrepone a su desesperación inconsciente por medio de la rutina de la diversión, la consumición pasiva de sonidos y visiones que ofrece la industria del entretenimiento; y, además, por medio de la satisfacción de comprar siempre cosas nuevas y cambiarlas inmediatamente por otras. El hombre moderno está actualmente muy cerca de la imagen que Huxley describe en Un mundo feliz: bien alimentado, bien vestido, sexualmente satisfecho, y no obstante sin yo, sin contacto alguno, salvo el más superficial, con sus semejantes, guiado por los lemas que Huxley formula tan sucintamente, tales como: “Cuando el individuo siente, la comunidad tambalea”, o “Nunca dejes para mañana la diversión que puedes conseguir hoy”, o, como afirmación final: “Todo el mundo es feliz hoy en día”. La felicidad del hombre moderno consiste en “divertirse”. Divertirse significa la satisfacción de consumir y asimilar artículos, espectáculos, comida, bebida, cigarrillos, gente, conferencias, libros, películas; todo se consume, se traga. El mundo es un enorme objeto de nuestro apetito, una gran manzana, una gran botella, un enorme pecho; todos succionamos, los eternamente expectantes, los esperanzados –y los eternamente desilusionados-. Nuestro carácter está equipado para intercambiar y recibir, para traficar y consumir; todo, tanto los objetos materiales, como los espirituales, se convierten en objeto de intercambio y de consumo.
La situación en lo que atañe al amor corresponde, inevitablemente, al carácter social del hombre moderno. Los autómatas no pueden amar, pueden intercambiar su “bagaje de personalidad” y confiar en que la transacción sea equitativa… el marido debe comprender a su mujer y ayudarla… Ella, a su vez, debe mostrarse comprensiva… escuchar… Ese tipo de relaciones no significa otra cosa que una relación bien aceitada entre dos personas que siguen siendo extrañas toda su vida, que nunca logran una “relación central”, sino que se tratan con cortesía y se esfuerzan por hacer que el otro se sienta mejor.
En ese concepto del amor y el matrimonio, lo más importante es encontrar un refugio de la sensación de soledad que, de otro modo, sería intolerable. En el “amor” se encuentra, al fin, un remedio para la soledad. Se establece una alianza de dos contra el mundo, y se confunde ese egoísmo a deux con amor e intimidad…
El amor como satisfacción sexual recíproca, y el amor como “trabajo en equipo” y como un refugio de la soledad, constituyen las dos formas “normales” de la desintegración del amor en la sociedad occidental contemporánea de la patología del amor socialmente determinado. Hay muchas formas individualizadas de la patología del amor, que ocasionan sufrimientos conscientes y que tanto los psiquiatras como muchos legos consideran neuróticas…
El amor sólo es posible cuando dos personas se comunican entre sí desde el centro de sus existencias, por lo tanto, cuando cada una de ellas se experimenta a si misma desde el centro de su existencia. Sólo en esa “experiencia central” está la realidad humana, sólo allí hay vida, sólo allí está la base del amor. Experimentado en esa forma, el amor es un desafío constante; no un lugar de reposo, sino un moverse, crecer, trabajar juntos; que haya armonía o conflicto, alegría o tristeza, es secundario con respecto al hecho fundamental de que dos seres se experimentan desde la esencia de su existencia, de que son el uno con el otro al ser uno consigo mismo y no al huir de si mismos. Sólo hay una prueba de la presencia de amor: la hondura de la relación y la vitalidad y la fuerza de cada una de las personas implicadas; es por tales frutos por lo que se reconoce el amor.
*Extraído de:
EL ARTE DE AMAR. Una investigación sobre la naturaleza del amor.
Capítulo III El Amor y su desintegración en la sociedad occidental moderna
Autor: Erich Fromm
Páginas: 82-100
Editorial PAIDÓS
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