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El desafío de los huacos



La narrativa está siempre presente en nuestra vida y nos conduce por donde ella lo desea; a tiempos pasados, presentes o futuros. Crea mundos, recrea situaciones. Nos sirve de andamiaje para construir saberes, conceptos, actitudes… Además, siempre nos hace soñar, llevándonos más allá de nosotros mismos… 



Cuento: El Desafío de los Huacos 



Se encendieron grandes fogatas en la amplia planicie; la gente esperaba. Ñancenpingo y Fercheltán se reunieron allí. Cada uno traía en una mano, cuidadosamente tapada, una tinaja conteniendo el líquido verduzco que habían preparado en sus huacas, según reglas especiales, con maíz pinto, conchas rojas, rodajas del cactus huachuma y zumos de desconocidos ingredientes vegetales. En la otra, un huaco retrato. 

Las sombras de sus acompañantes se movían en la oscuridad, ubicándose a prudente distancia de los dos para observarlo todo. 

Fercheltán portaba un huaco retrato de rostro bravío, con dos protuberancias en el semicírculo frontal del tocado correspondientes a pequeñas cabezas de jaguar, de ojos abiertos, símbolo de dos tipos de poder y valor invisibles provenientes de los espíritus de los jaguares celestes. El rostro del ceramio, fiero, era el de Fercheltán. 

En la cabeza del huaco de Ñancenpingo, brillante por el pulimento, dos gruesas orejeras dejaban ver, en relieve, los rasgos abreviados de su ave sagrada, emblema del tipo de sabiduría que vivía en esa fase de su vida y presente también en el significado de la sílaba inicial de su nombre, Ñan, ave, en el viejo idioma usado en la región. El rostro sereno del huaco era, a su vez, el del propio Ñancenpingo y miraba ligeramente hacia arriba. 

Ambos ceramios eran de paredes gruesas, barro duro cocido, gollete tubular arqueado, con cuello cilíndrico, vertical, encima y el centro del arco; aptos para guardar el líquido protector y de poder las huacas. 

Si la luz del Sol o de las fogatas tocara directamente el líquido, el efecto de sus radiaciones se debilitaría. Con ese tipo de gollete, así el pico estuviera destapado, no había peligro de que llegara luz al contenido durante el día o la noche. La cerámica, con su líquido activo consagrado, dejaba de ser una arcilla cualquiera de alfarero para convertirse en una extensión de la huaca, es decir, en huaco: poder mágico en acción permanente. 

Cuando, frente a frente, ambos se saludaron y tomaron asiento en medio de la planicie, las fogatas y demás luces fueron apagadas. Poco a poco, todos acostumbraron a mirarse solo en la tenue luz de las estrellas, en la oscuridad. 

Destaparon cuidadosamente sus tinajas y llenaron, con la ayuda de un pequeño embudo de madera, el huaco retrato que correspondía a sus propios rostros. 

Ñancenpingo asperjó, con mucho amor, el primer contenido de su huaco, en el viento y en el suelo, en torno suyo, ofreciendo la bebida a la tierra, al mar, a los cerros y a la huaca-isla de Macabí, cuya fuerza submarina sentía muy cerca. Fercheltán hizo lo mismo, especialmente para el cerro bravío de Ninalingón, así como el cerro Maguar, al fondo de la quebrada de Cupisnique, más allá de las playas de Mocán, en tierras de los cuntis. 

Ceremoniosos, siete veces se sirvieron y bebieron en sus huacos. Nuevamente los llenaron, con una gota de sangre suya en el líquido. Soplaron con fuerza en la sustancia, antes de tapar y sellar herméticamente el pico de los ceramios. 

Pintaron con esencias, en el rostro de sus respectivos huacos, el símbolo mágico de sus vidas. Pronunciaron, quedamente, inaudibles palabras y arrojaron sobre el símbolo el vaho vivo del aliento. Estaban ya vitalmente ligados a los huacos, cuyas caras se les parecían mucho más ahora, como cobrando vida. 

Estos ceramios de base plana y dura, erguidos al lado de cada uno, se miraban ahora entre sí, a cierta distancia en el suelo. 

Luego de tapar herméticamente las tinajas, se encendieron todas las fogatas. En la iluminada planicie creció el bullicio de todos los que miraban. 

Tres días antes se habían encontrado, cara a cara, en la llanura contigua del cerro Chum- Pong, cerca de la acequia Colupe. Ñancenpingo, del clan de Moche, se dirigía a la huaca Chacnam, en la pampa de Urricape, procedente de las huertas y huacas de Yucutinamo, Nepén y Cucurripe, acompañado de pocos hombres de Man-Si-Chep, Sonolipe, Licapa y Macabí. 

Fercheltán, jefe del clan guerrero de Cupisnique, venía de las montañas del fondo de su quebrada, acompañado de hombres para la caza y la lucha, después de haber recorrido la pampa de Güereque y la vega de Calasnique, las tierras de Ñambol, Faclo, Tecapa y Mojucape. 

De talla pequeña y delicados pies, Ñancenpingo había estado recorriendo todas las huacas de Chimor y Chicamac, escuchando el saber de todas ellas y dándoles de lo suyo. Bajo la dirección del sacerdote mago de la huaca Sunsacur, se había entrenado en el manejo de los terribles pero útiles poderes de la enorme Piedra Parada colocada en una cresta especial del cerro Rupipe, cerca de Chiquitayap. Más alto, dominador de los lugares agrestes de las sierras, las cuevas y los pumas, Fercheltán exploraba los llanos del sur, conocedor, ya, de las potencias de los Yoc y Jequetepeques. 

Fercheltán vio en ese encuentro la oportunidad de aumentar su prestigio de guerrero y de mago, retando y venciendo a Ñancenpingo, hijo de Guacri Caur, nieto de Taycanamo, Señores Chimor de Chan Chan. Llevaría su cabeza como trofeo de guerra a Cupisnique. 

-Sométete como mi vasallo o lucha por tu vida –le dijo. 

-Soy hombre libre –replicó Ñancenpingo- y vivo para la felicidad de mi pueblo. Si quieres pelear, pelearemos. Si venzo, que tu clan se una en paz con mi pueblo, bajo el mando de los más sabios de Chimor. Sé que será para su bien. 

-Esta bien -contestó Fercheltán, sin discutir ni regatear nada, seguro de su victoria-. No peleará nuestra gente. Lucharemos solo tú y yo, pero no con escudo y lanza, sino con los secretos del barro que ambos conocemos. 

Ahora estaban listos para la lucha. 

Ñancenpingo y Fercheltán sintieron sus músculos y sus huesos como hechos de arcilla cocida. 

Fercheltán cogió el huaco retrato que le representaba y, con mucho cuidado y cálculo lo tiró al cielo. Giró en el aire dos veces en su ascensión y dos veces en el descenso, cayendo, luego sentado por su base, en el piso de tierra y arena. 

-Ahora te toca a ti –le dijo. 

Ñancenpingo hizo lo mismo. Cogió el suyo y lo lanzó, con mucho cálculo, al cielo. Mientras subía girando, sintió la presión mental de Fercheltán sobre el huaco buscando desviarlo de su ruta de giro. Sintió en la carne de su cara el viento que arriba azotaba el rostro del huaco, aunque, abajo donde él se hallaba físicamente, no había viento. El ceramio dio su último giro y, finalmente, cayó sentado por su base. 

Fercheltán lanzó al aire nuevamente su huaco, seguido, a su turno, por Ñancenpingo. Era un rito de cuidado y precisión que requería autodominio físico, mental y emocional para restablecer la ruta de giro deseada, cuando energías ocultas del otro alteraban el movimiento. 

Como gatos o pequeños pumas invencibles lanzados al aire, cayendo siempre de pie por más giros que les hicieran dar en la altura, los huacos estuvieron subiendo y bajando interminablemente, mientras se terminó la noche, vino la madrugada, amaneció y salió el sol, apagándose los fuegos. 

El canto de los pájaros, huanchacos y chilalas, remecían ya las ramas de los algarrobos, chilcales y zapotes. La claridad puso al descubierto numerosos rostros y grupos humanos que habían ido llegando, sigilosamente, en la oscuridad de la noche. Trasnochados, pero vigilantes, sin perder detalle de lo que ocurría, yacían acomodados en el suelo. Algunos mascando coca. Silenciosos. 

Antes de lanzar otra vez, Fercheltán miró por unos instantes los ojos de Ñancenpingo, y este le sonrió, lo cual le fastidió. Lanzó. Esta vez el huaco subió en el aire con un impulso desviado que fue modificando su posición vertical a la horizontal conforme completaba los giros de bajada, cayendo y chocando de costado, en tierra, por su lado más frágil. Se quebró en numerosos pedazos. 

Aterrorizado, mirando los pedazos, se puso de pie y retrocedió cogiéndose el pecho, la cabeza, el estómago, los ojos muy abiertos. No pudo llegar muy lejos. Vomitando sangre por la boca y la nariz, se desplomó tratando de cubrir las aberturas naturales de la cara con un trapo. Se inundaba por dentro. Se había roto interiormente en pedazos, como se había roto el huaco, ligado a su vida en un gesto inútil de valor y conquista. 

Ñancenpingo, lentamente cogió el otro huaco retrato, intacto sobre la tierra. Le borró el signo de su vida del rostro y, chupando sobre su superficie, sorbió, disolviendo, el lazo invisible que le conectaba a él. Si se quebrara no habría ya ningún peligro para él. 

Había aprendido, una vez más, que la paz del alma, el valor y el autodominio eran esenciales para cualquier victoria. 

-En adelante nuestro pueblos, el tuyo y el mío, serán uno solo bajo tu mando. Que los más sabios nos guíen –le dijo el más viejo de los cupisniques que había visto todo. 

-Toma este huaco de mi victoria –contestó Ñancenpingo, depositándolo en sus manos-. Tenlo junto a ti, en tu hogar, en tus quehaceres y, algún día, en tu tumba. Las radiaciones de las fuerzas que en él habitan te protegerán en mi nombre, aquí y en la eternidad. 

Un brillo amarillento que imponía una fuerza, partió de los ojos de Ñancenpingo a todos los ojos que se los miraban. Se acercó al cuerpo muerto de Fercheltán y le arrancó una pequeña bolsa de tela que llevaba siempre colgada en el pecho. Un diente humano muy antiguo, de descomunal tamaño, cuyo origen era desconocido para los cupisniques, estaba allí guardado como amuleto. Se lo llevó. 



Autor del Cuento: Eduardo Paz Esquerre. 



*Ilustración de Luis Eduardo Cassaro 

**Extraído de CUENTO LIBERTEÑO / PANORAMA ACTUAL 2 

Páginas: 28 - 34 

Autor: Carlos Santa María Ruiz 

Editorial Casa Nuestra Editores 



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