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Cuando somos niños nos fascinamos con la narración de historias, las cuales despiertan nuestra imaginación, transportándonos a mundos lejanos que nos llevan a  querer a algunos personajes, sintiendo y expresando antipatía  por los  antagónicos. Se promueven valores en nosotros, porque nos ayuda a distinguir lo justo de lo injusto y a desarrollar nuestra actitud crítica frente a lo que estamos escuchando y posteriormente leyendo. Iniciamos un vínculo, que perdurará por siempre. Nos ayudan a crecer, a ver más allá de nosotros y las situaciones que estemos viviendo. Contribuye a nuestra comprensión de que hay un universo de posibilidades para nosotros. La narrativa nos introduce a un mundo paralelo... 



"El Premio Schanzenbach", de Carlos Baldwin del Castillo


Vi también unos tronos;
a los que sentaron sobre ellos,
les dieron el poder de juzgar.

Apocalipsis 20, 4

Hoy, 14 de enero, se cumplen seis meses del hecho que sin saber estuve esperando todos estos años. Aquella noche terminaba de cenar, de modo que serían las nueve o nueve y media. Alguien llamó a la puerta, y pensé que sería un amigo que viene usualmente a conversar de libros y de pintura. Abrí con seguridad, y en su lugar encontré a un hombre oriental, delgado, encorvado, de mirada serena. Llevaba un traje azul oscuro muy gastado, unos zapatos grandes de campesino, y un maletín de cuero. De alguna manera me hizo recordar a mi profesor de escuela de primaria. La barba de varios días le daba un aspecto descuidado.

–Disculpe –me dijo, con un castellano de pronunciación previsible–, ¿es usted Carlos Tataje?

–Sí, soy yo –contesté–. ¿Qué desea?

–Soy Li Ki Sang, ¿puedo pasar?

Avanzó sin esperar respuesta, sin duda acostumbrado por su fama. Lo conduje por el pasillo hasta el salón y le señalé el sofá. Entonces advertí que se encontraba fatigado.

Iba a tomar el té –le dije–. ¿Desea usted una taza? Tengo té chino… aunque sé bien que usted es coreano.

–Gracias –sonrió con cierta complicidad–. Es usted muy amable.

Lo dejé solo un momento, mientras llenaba la tetera con el agua que hervía desamparada. Al volver, lo encontré hojeando unos de mis poemarios.

–Usted perdone –se apresuró a decirme–. Ayer estuve leyendo este libro en inglés y no pude resistir la tentación de cogerlo. Hablo el inglés bastante mejor que el español.

–No se incomode –le contesté­–. Tengo varios ejemplares, permítame que se lo dedique. ¿Toma el té con azúcar?

–Gracias, lo prefiero solo.

Me pareció que no era prudente preguntarle por el motivo de su visita.

Algo me hacía pensar que no tenía prisa por decírmelo. Hablamos pocos minutos de mi pequeña colección de pintura. Especialmente de un ángel de la escuela cuzqueña.

–No quiero ser descortés –me dijo-. Pero… ¿es posible que vayamos a otra habitación?

–No le entiendo- repuse contrariado.

–Se lo ruego.

Tomé la bandeja con las tazas, un poco incómodo, y lo conduje al estudio donde solía escribir.

–Es inútil –murmuró-… No importa, de todos modos será igual.

Hizo una pausa mientras examinaba el estudio, y luego agregó en tono distraído:

-Veo que aquí tiene otro ángel cuzqueño.

-Sí, me gusta más el del salón -le contesté-. El tambor no es tan sugestivo como el arcabuz.

Conversamos brevemente, y de pronto, como si hubiera encontrado el momento adecuado para una confidencia, me preguntó en voz baja:

-Conoce sin duda el premio Schanzenbach…

–Desde luego. Hace algo así como diez años que no se concede. El último en ganarlo fue usted, si no me equivoco.

Los ojos pequeños recorrieron una vez más todo el estudio.

–Es cierto, me concedieron el premio hace doce años, pero aún no lo he recibido.

–No le entiendo –le dije, por segunda vez en la noche, sinceramente confundido.

Pensé que tendría problemas, que necesitaba ayuda, y que por algún motivo había decidido acudir a mí. Me sentí halagado. Recordé que tantos artistas notables habían conocido la miseria. Contaba con una habitación libre, y no me hubiera importado hospedarlo. Supuse que su temor a que nos escucharan sería consecuencia del pudor.

–Estamos solos en el piso –comenté.

Sin tomar en cuenta mis palabras, abrió el maletín de cuero, sacó unos folios amarillentos, los revisó como si comprobara que estaban en orden. Volvió a guardarlos y me dijo con voz casi inaudible:

–Hace doce años, una tarde de abril, salí a dar una vuelta como acostumbraba, y vi que todas las calles estaban cubiertas con la noticia del premio. La gente se acercaba a felicitarme. En algunos momentos casi no podía caminar entre la muchedumbre. Al volver a casa, esperé que alguien se comunicara conmigo, alguno de los miembros del jurado, o algún funcionario de la embajada alemana. Pasaron días, y aun semanas, y solo llegaban los periodistas. Quise ser cortés con quienes me habían distinguido con tan célebre galardón, de modo que no mencioné el asunto.

Temía dejarles en evidencia, por lo que podía ser tan solo el error de algún burócrata. Como pesaba tanto la incertidumbre, viajé a Pyongyang a preguntar discretamente en la embajada alemana, sobre la entrega del premio. Me recibió el propio embajador, con la mayor amabilidad, y me explicó que los miembros del jurado son anónimos, y ellos no sabían gran cosa del premio. Me confesó, además, que era posible que no se fijara la fecha de entrega, mientras que no se conociera al siguiente ganador. Cuando terminé la entrevista me sentí más inquieto. Quise ponerme en contacto con Marta Clebowski, que había ganado el premio tres años atrás, pero me fue imposible. Entonces  busqué a Masahiro Iwanaga, que lo había ganado siete años antes que la Clebowski, y mi esfuerzo fue igualmente inútil. Luego advertí que ningún ganador había vuelto a publicar nada después de recibir el premio. Además, después de ser premiados nadie había vuelto a saber nada de ellos. En algunos casos, sus obras habían dejado de ser editadas.

-¿Usted no ha vuelto a publicar nada? –le pregunté.

–Le ruego que no me interrumpa –me dijo, como si no quisiera perder el hilo de sus argumentos, y continuó su relato–. Pasé muchos meses intentando adivinar quienes podían formar el jurado, qué entendieron en mis obras; en suma, por qué me eligieron. Imaginé sus discusiones. Alguno me habría defendido con vehemencia, en su discurso habría usado ideas ajenas a las mías: la luna de Sinuiju reflejada en las aguas del Aprokgnag no puede significar lo mismo que la luna de Berlín. Otro habría defendido a un poeta lejano. ¿Pero es posible colocar mis poemas en una balanza frente a los de Vedanta Sutra o los de Marcus Parker-Rhodes? Ciertamente no existe una medida para tan dispares sentimientos. Más tarde se me ocurrió que tal vez les había importado que me encerrara en los astilleros durante la huelga de los trabajadores. Cada noche me tendía en el lecho soñando con la fecha en que tendría que recoger el premio. Muchas veces pensé rechazarlo, tantas como revoqué mi decisión. No habría diferencia. Cuando se cumplió el primer año, decidí escribir todo lo que me fuera posible antes de recibir el premio, a tal extremo me llevó la perplejidad. Tomé los borradores con la idea de terminar las obras inconclusas, olvidando que los libros están hechos de tiempo.

Poco a poco el tono de su voz era más tenue, y yo tenía que hacer un gran esfuerzo para entenderle. Me pareció adivinar que había aprendido algunos pasajes de memoria, y que su conocimiento del castellano era menor de lo que dejaba ver. Después de una breve pausa, prosiguió:

–Dejé Corea y viajé a Alemania. En una hemeroteca de Düsseldorf leí que la ceremonia tenía un origen remoto, y que antiguamente se celebraba en unas galerías subterráneas que antes sirvieron como depósito en el puerto de Hamburgo. Después comprobé que no era cierto. Asistí a las reuniones de los escritores en las cervecerías. Allí supe que el premio se entrega en un lugar distinto en cada ocasión, y que la ceremonia se arregla de acuerdo a cada premiado. Algunos años después, en Osaka, descubrí un breve manuscrito del poeta Zenko Tanaka, refiriéndose al premio que ganó su padre a principios de siglo. El texto era oscuro y contradictorio: solo me pareció seguro que los miembros del jurado oficiaban un rito en el que el fuego jugaba algún papel; cierta importancia parece tener un cuenco de arcilla que contiene agua cristalina. Hiro Tanaka se quitó la vida después de recibir el premio, y de su hijo Zenko no pude saber nada. Algunas veces pienso que los premiados siguen una peregrinación similar a la mía. Si alguien hubiera querido ponerse en contacto conmigo en los últimos años, tendría que haber viajado de un extremo del mundo a otro muchas veces; además, siempre tomo la precaución de borrar las huellas de los lugares por los que paso, por eso le agradezco que no comente con nadie mi visita.

Tuve lástima de aquel hombre y asentí con la cabeza. Había aflicción, nostalgia en su relato.

–Pensé que era una maldición merecida –prosiguió–. Visité los más diversos templos buscando encontrar nuevamente mi camino, la paz… releí los libros sagrados, aquellos que tanto tiempo me prohibieron. Durante tres años seguí la disciplina budista en el Tibet. Pero yo no buscaba la santidad. Mi deseo era volver a escribir, publicar mis obras. Consulté a los más prestigiosos astrólogos de Manchukúo, y todos vieron tribulación y desorden. Estudié cada hexagrama del I Ching y sus innumerables mutaciones… tal vez solo debí aceptar los trigramas de mi destino: trueno sobre trueno. En la selva amazónica participé de las sesiones de ayawaska con las tribus awarunas; y entonces pude ver los días que vendrán como detrás de la seda más fina: muchas páginas en blanco llenaban mi mesa. En Caracas, una gitana me abordó en la calle para leerme la palma de la mano; cuando se la mostré, cerró mis dedos con recelo y marchó sin volver la mirada. He recorrido un largo camino desde el día de la noticia sin conseguir ninguna respuesta.

–Es posible que sea más sencillo que todo eso –me atreví a decirle.

–Le agradezco sus  palabras –me contestó–, eso ya lo he intentado. Una de mis primeras reacciones fue pensar que la obsesión nublaba mi mente. Pero nunca he buscado la inspiración; no la necesité, simplemente escribía y publicaba. Cuando publiqué mi primer poema, solo era un maestro de las escuelas de alfabetización del Gobierno Popular.

–Tiene que ser angustioso vivir una situación así. No sé cómo puedo ayudarlo.

–No lo entiende –repuso con serenidad­–: ya no es angustioso. Desde que recibí la noticia del premio, leí todas mis obras muchas veces, y pude ver que expresan cosas que yo no adiviné al escribirlas. En Historia de Shonju, por ejemplo, comprendí que el hombre que moría con tanto sufrimiento era el gobernador de Tumen; que yo maté con tinta, por no poder matarlo con sangre. Cada palabra tiene múltiples raíces,  y cada hombre persigue las que más se acomodan a sus sentimientos. Todo escritor está destinado a contar su propia historia, y las fórmulas para contar la mía están agotadas. No tengo nada que agregar. Mis textos inconclusos son monótonos ecos. La ceremonia del premio no importa, nada cambiará en adelante.

Bebió un sorbo del té que ya estaba frío. Oímos unos ruidos en el piso de arriba; y yo sentí cierta incomodidad, como si mi visitante estuviese a la espera de algo. El silencio de la noche agotó los rumores; y entonces me tomó del brazo y me dijo:

–He venido a prevenirlo. Sé que usted es un candidato importante.

En aquel momento me di cuenta de que lo había adivinado sin acertar a creerlo. Bastó un instante para que se agolparan los recuerdos de todas mis obras: los primeros poemas, los ensayos siempre inconclusos, mis textos preferidos. Desfilaron fugazmente los personajes que había manejado con mayor crueldad, los que llegué  a despreciar y aquellos otros que pude amar. Pensé que mi vida era muy pobre para tantos libros. Me sentí culpable.

–¿Qué puedo hacer? –le pregunté abrumado.

–No tenga miedo; es lo principal, no tenga miedo –guardamos silencio un largo rato. Paseó la mirada por los estantes de libros, las piezas de cerámica, el reloj modernista en el rincón, y se detuvo en el cuadro cuzqueño–. Me parece –dijo–, que los dos ángeles se necesitan. Debiera tenerlos juntos.

–¿Qué puedo hacer? ­–insistí, levantando la voz.

–Hemos hablado demasiado –me increpó–. Cuando vine pensé darle todo escrito para no hablar. Pero al verle temí que pensara que era simple literatura. No hablemos más. Sería imprudente.

Terminamos de beber el té con algunas frases triviales. Los dos queríamos salvar la tensión del momento. Cuando lo acompañé a la puerta, le dije:

–Gracias por la visita, Li Ki Sang. Ha sido usted muy generoso.

–No tenga miedo –me contestó con una voz que ya me era familiar. Me tendió la mano húmeda y ósea, y se marchó.

Al cerrar la puerta, me pareció que cerraba una muralla. Regresé al estudio y repasé de memoria cada una de sus palabras, intentando descifrar el secreto del premio. Llegué a pensar que se trataba de una metáfora. Los miembros del jurado son escritores, tal vez los más grandes escritores; y deciden conceder un premio, el premio es una metáfora. Más tarde me pareció una idea vulgar. No pude dormir en toda la noche. A la mañana siguiente estaba cansado, exhausto. No he vuelto a probar el té desde entonces.

Hace poco más de dos meses supe de la muerte de Li Ki Sang. Murió ahogado en el Báltico en circunstancias confusas, el mismo día en que se inició la guerra del Golfo Pérsico. La noticia apenas llamó la atención de la prensa. Recordé que le había prometido no contar nuestro encuentro. Pero su muerte me persuadió de que quedaba libre del compromiso.

Antes dedicaba las tardes a escribir, ahora suelo pasear por el parque. Estas páginas son lo único que he escrito desde su visita, y no sé si alguien las llegará a leer. Cada día es mayor el temor. Al principio hice un esfuerzo por olvidar a Li Ki Sang. Desde que murió volví a leer sus poemas:

 

Años atrás dejé olvidada la pipa de opio,

hoy limpié el polvo que las cubría.

  



 *Ilustración de Luis Eduardo Cassaro

Extraído de CUENTO LIBERTEÑO / PANORAMA ACTUAL 2

Páginas: 162 - 169

Autor: Carlos Santa María Ruiz

Editorial Casa Nuestra Editores

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