Cuando somos niños nos fascinamos con la narración de historias, las cuales despiertan nuestra imaginación, transportándonos a mundos lejanos que nos llevan a querer a algunos personajes, sintiendo y expresando antipatía por los antagónicos. Se promueven valores en nosotros, porque nos ayuda a distinguir lo justo de lo injusto y a desarrollar nuestra actitud crítica frente a lo que estamos escuchando y posteriormente leyendo. Iniciamos un vínculo, que perdurará por siempre. Nos ayudan a crecer, a ver más allá de nosotros y las situaciones que estemos viviendo. Contribuye a nuestra comprensión de que hay un universo de posibilidades para nosotros. La narrativa nos introduce a un mundo paralelo...
Hoy, 14 de enero, se cumplen seis meses del
hecho que sin saber estuve esperando todos estos años. Aquella noche terminaba
de cenar, de modo que serían las nueve o nueve y media. Alguien llamó a la
puerta, y pensé que sería un amigo que viene usualmente a conversar de libros y
de pintura. Abrí con seguridad, y en su lugar encontré a un hombre oriental,
delgado, encorvado, de mirada serena. Llevaba un traje azul oscuro muy gastado,
unos zapatos grandes de campesino, y un maletín de cuero. De alguna manera me
hizo recordar a mi profesor de escuela de primaria. La barba de varios días le
daba un aspecto descuidado.
–Disculpe –me dijo, con un castellano de
pronunciación previsible–, ¿es usted Carlos Tataje?
–Sí, soy yo –contesté–. ¿Qué desea?
–Soy Li Ki Sang, ¿puedo pasar?
Avanzó sin esperar respuesta, sin duda
acostumbrado por su fama. Lo conduje por el pasillo hasta el salón y le señalé
el sofá. Entonces advertí que se encontraba fatigado.
Iba a tomar el té –le dije–. ¿Desea usted una
taza? Tengo té chino… aunque sé bien que usted es coreano.
–Gracias –sonrió con cierta complicidad–. Es
usted muy amable.
Lo dejé solo un momento, mientras llenaba la
tetera con el agua que hervía desamparada. Al volver, lo encontré hojeando unos
de mis poemarios.
–Usted perdone –se apresuró a decirme–. Ayer
estuve leyendo este libro en inglés y no pude resistir la tentación de cogerlo.
Hablo el inglés bastante mejor que el español.
–No se incomode –le contesté–. Tengo varios
ejemplares, permítame que se lo dedique. ¿Toma el té con azúcar?
–Gracias, lo prefiero solo.
Me pareció que no era prudente preguntarle
por el motivo de su visita.
Algo me hacía pensar que no tenía prisa por
decírmelo. Hablamos pocos minutos de mi pequeña colección de pintura.
Especialmente de un ángel de la escuela cuzqueña.
–No quiero ser descortés –me dijo-. Pero… ¿es
posible que vayamos a otra habitación?
–No le entiendo- repuse contrariado.
–Se lo ruego.
Tomé la bandeja con las tazas, un poco incómodo, y lo conduje al estudio donde solía escribir.
–Es inútil –murmuró-… No importa, de todos
modos será igual.
Hizo una pausa mientras examinaba el estudio,
y luego agregó en tono distraído:
-Veo que aquí tiene otro ángel cuzqueño.
-Sí, me gusta más el del salón -le contesté-.
El tambor no es tan sugestivo como el arcabuz.
Conversamos brevemente, y de pronto, como si
hubiera encontrado el momento adecuado para una confidencia, me preguntó en voz
baja:
-Conoce sin duda el premio Schanzenbach…
–Desde luego. Hace algo así como diez años
que no se concede. El último en ganarlo fue usted, si no me equivoco.
Los ojos pequeños recorrieron una vez más
todo el estudio.
–Es cierto, me concedieron el premio hace
doce años, pero aún no lo he recibido.
–No le entiendo –le dije, por segunda vez en
la noche, sinceramente confundido.
Pensé que tendría problemas, que necesitaba
ayuda, y que por algún motivo había decidido acudir a mí. Me sentí halagado. Recordé
que tantos artistas notables habían conocido la miseria. Contaba con una
habitación libre, y no me hubiera importado hospedarlo. Supuse que su temor a
que nos escucharan sería consecuencia del pudor.
–Estamos solos en el piso –comenté.
Sin tomar en cuenta mis palabras, abrió el
maletín de cuero, sacó unos folios amarillentos, los revisó como si comprobara
que estaban en orden. Volvió a guardarlos y me dijo con voz casi inaudible:
–Hace doce años, una tarde de abril, salí a
dar una vuelta como acostumbraba, y vi que todas las calles estaban cubiertas
con la noticia del premio. La gente se acercaba a felicitarme. En algunos
momentos casi no podía caminar entre la muchedumbre. Al volver a casa, esperé
que alguien se comunicara conmigo, alguno de los miembros del jurado, o algún
funcionario de la embajada alemana. Pasaron días, y aun semanas, y solo
llegaban los periodistas. Quise ser cortés con quienes me habían distinguido
con tan célebre galardón, de modo que no mencioné el asunto.
Temía dejarles en evidencia, por lo que podía
ser tan solo el error de algún burócrata. Como pesaba tanto la incertidumbre, viajé
a Pyongyang a preguntar discretamente en la embajada alemana, sobre la entrega
del premio. Me recibió el propio embajador, con la mayor amabilidad, y me
explicó que los miembros del jurado son anónimos, y ellos no sabían gran cosa
del premio. Me confesó, además, que era posible que no se fijara la fecha de
entrega, mientras que no se conociera al siguiente ganador. Cuando terminé la
entrevista me sentí más inquieto. Quise ponerme en contacto con Marta
Clebowski, que había ganado el premio tres años atrás, pero me fue imposible.
Entonces busqué a Masahiro Iwanaga, que
lo había ganado siete años antes que la Clebowski, y mi esfuerzo fue igualmente
inútil. Luego advertí que ningún ganador había vuelto a publicar nada después
de recibir el premio. Además, después de ser premiados nadie había vuelto a
saber nada de ellos. En algunos casos, sus obras habían dejado de ser editadas.
-¿Usted no ha vuelto a publicar nada? –le
pregunté.
–Le ruego que no me interrumpa –me dijo, como
si no quisiera perder el hilo de sus argumentos, y continuó su relato–. Pasé
muchos meses intentando adivinar quienes podían formar el jurado, qué
entendieron en mis obras; en suma, por qué me eligieron. Imaginé sus
discusiones. Alguno me habría defendido con vehemencia, en su discurso habría
usado ideas ajenas a las mías: la luna de Sinuiju reflejada en las aguas del
Aprokgnag no puede significar lo mismo que la luna de Berlín. Otro habría
defendido a un poeta lejano. ¿Pero es posible colocar mis poemas en una balanza
frente a los de Vedanta Sutra o los de Marcus Parker-Rhodes? Ciertamente no
existe una medida para tan dispares sentimientos. Más tarde se me ocurrió que
tal vez les había importado que me encerrara en los astilleros durante la
huelga de los trabajadores. Cada noche me tendía en el lecho soñando con la
fecha en que tendría que recoger el premio. Muchas veces pensé rechazarlo,
tantas como revoqué mi decisión. No habría diferencia. Cuando se cumplió el
primer año, decidí escribir todo lo que me fuera posible antes de recibir el
premio, a tal extremo me llevó la perplejidad. Tomé los borradores con la idea
de terminar las obras inconclusas, olvidando que los libros están hechos de
tiempo.
Poco a poco el tono de su voz era más tenue,
y yo tenía que hacer un gran esfuerzo para entenderle. Me pareció adivinar que
había aprendido algunos pasajes de memoria, y que su conocimiento del
castellano era menor de lo que dejaba ver. Después de una breve pausa,
prosiguió:
–Dejé Corea y viajé a Alemania. En una
hemeroteca de Düsseldorf leí que la ceremonia tenía un origen remoto, y que
antiguamente se celebraba en unas galerías subterráneas que antes sirvieron
como depósito en el puerto de Hamburgo. Después comprobé que no era cierto.
Asistí a las reuniones de los escritores en las cervecerías. Allí supe que el
premio se entrega en un lugar distinto en cada ocasión, y que la ceremonia se
arregla de acuerdo a cada premiado. Algunos años después, en Osaka, descubrí un
breve manuscrito del poeta Zenko Tanaka, refiriéndose al premio que ganó su
padre a principios de siglo. El texto era oscuro y contradictorio: solo me
pareció seguro que los miembros del jurado oficiaban un rito en el que el fuego
jugaba algún papel; cierta importancia parece tener un cuenco de arcilla que
contiene agua cristalina. Hiro Tanaka se quitó la vida después de recibir el
premio, y de su hijo Zenko no pude saber nada. Algunas veces pienso que los
premiados siguen una peregrinación similar a la mía. Si alguien hubiera querido
ponerse en contacto conmigo en los últimos años, tendría que haber viajado de
un extremo del mundo a otro muchas veces; además, siempre tomo la precaución de
borrar las huellas de los lugares por los que paso, por eso le agradezco que no
comente con nadie mi visita.
Tuve lástima de aquel hombre y asentí con la
cabeza. Había aflicción, nostalgia en su relato.
–Pensé que era una maldición merecida
–prosiguió–. Visité los más diversos templos buscando encontrar nuevamente mi
camino, la paz… releí los libros sagrados, aquellos que tanto tiempo me
prohibieron. Durante tres años seguí la disciplina budista en el Tibet. Pero yo
no buscaba la santidad. Mi deseo era volver a escribir, publicar mis obras.
Consulté a los más prestigiosos astrólogos de Manchukúo, y todos vieron
tribulación y desorden. Estudié cada hexagrama del I Ching y sus innumerables mutaciones… tal vez solo debí aceptar los
trigramas de mi destino: trueno sobre trueno. En la selva amazónica participé
de las sesiones de ayawaska con las tribus awarunas; y entonces pude ver los
días que vendrán como detrás de la seda más fina: muchas páginas en blanco
llenaban mi mesa. En Caracas, una gitana me abordó en la calle para leerme la
palma de la mano; cuando se la mostré, cerró mis dedos con recelo y marchó sin
volver la mirada. He recorrido un largo camino desde el día de la noticia sin
conseguir ninguna respuesta.
–Es posible que sea más sencillo que todo eso
–me atreví a decirle.
–Le agradezco sus palabras –me contestó–, eso ya lo he
intentado. Una de mis primeras reacciones fue pensar que la obsesión nublaba mi
mente. Pero nunca he buscado la inspiración; no la necesité, simplemente
escribía y publicaba. Cuando publiqué mi primer poema, solo era un maestro de
las escuelas de alfabetización del Gobierno Popular.
–Tiene que ser angustioso vivir una situación
así. No sé cómo puedo ayudarlo.
–No lo entiende –repuso con serenidad–: ya
no es angustioso. Desde que recibí la noticia del premio, leí todas mis obras
muchas veces, y pude ver que expresan cosas que yo no adiviné al escribirlas.
En Historia de Shonju, por ejemplo, comprendí que el hombre que moría con tanto
sufrimiento era el gobernador de Tumen; que yo maté con tinta, por no poder
matarlo con sangre. Cada palabra tiene múltiples raíces, y cada hombre persigue las que más se
acomodan a sus sentimientos. Todo escritor está destinado a contar su propia
historia, y las fórmulas para contar la mía están agotadas. No tengo nada que
agregar. Mis textos inconclusos son monótonos ecos. La ceremonia del premio no
importa, nada cambiará en adelante.
Bebió un sorbo del té que ya estaba frío. Oímos
unos ruidos en el piso de arriba; y yo sentí cierta incomodidad, como si mi
visitante estuviese a la espera de algo. El silencio de la noche agotó los
rumores; y entonces me tomó del brazo y me dijo:
–He venido a prevenirlo. Sé que usted es un
candidato importante.
En aquel momento me di cuenta de que lo había
adivinado sin acertar a creerlo. Bastó un instante para que se agolparan los
recuerdos de todas mis obras: los primeros poemas, los ensayos siempre
inconclusos, mis textos preferidos. Desfilaron fugazmente los personajes que
había manejado con mayor crueldad, los que llegué a despreciar y aquellos otros que pude amar.
Pensé que mi vida era muy pobre para tantos libros. Me sentí culpable.
–¿Qué puedo hacer? –le pregunté abrumado.
–No tenga miedo; es lo principal, no tenga
miedo –guardamos silencio un largo rato. Paseó la mirada por los estantes de
libros, las piezas de cerámica, el reloj modernista en el rincón, y se detuvo
en el cuadro cuzqueño–. Me parece –dijo–, que los dos ángeles se necesitan.
Debiera tenerlos juntos.
–¿Qué puedo hacer? –insistí, levantando la
voz.
–Hemos hablado demasiado –me increpó–. Cuando
vine pensé darle todo escrito para no hablar. Pero al verle temí que pensara
que era simple literatura. No hablemos más. Sería imprudente.
Terminamos de beber el té con algunas frases
triviales. Los dos queríamos salvar la tensión del momento. Cuando lo acompañé
a la puerta, le dije:
–Gracias por la visita, Li Ki Sang. Ha sido
usted muy generoso.
–No tenga miedo –me contestó con una voz que
ya me era familiar. Me tendió la mano húmeda y ósea, y se marchó.
Al cerrar la puerta, me pareció que cerraba
una muralla. Regresé al estudio y repasé de memoria cada una de sus palabras,
intentando descifrar el secreto del premio. Llegué a pensar que se trataba de
una metáfora. Los miembros del jurado son escritores, tal vez los más grandes
escritores; y deciden conceder un premio, el premio es una metáfora. Más tarde
me pareció una idea vulgar. No pude dormir en toda la noche. A la mañana
siguiente estaba cansado, exhausto. No he vuelto a probar el té desde entonces.
Hace poco más de dos meses supe de la muerte
de Li Ki Sang. Murió ahogado en el Báltico en circunstancias confusas, el mismo
día en que se inició la guerra del Golfo Pérsico. La noticia apenas llamó la
atención de la prensa. Recordé que le había prometido no contar nuestro
encuentro. Pero su muerte me persuadió de que quedaba libre del compromiso.
Antes dedicaba las tardes a escribir, ahora
suelo pasear por el parque. Estas páginas son lo único que he escrito desde su
visita, y no sé si alguien las llegará a leer. Cada día es mayor el temor. Al
principio hice un esfuerzo por olvidar a Li Ki Sang. Desde que murió volví a
leer sus poemas:
Años atrás dejé olvidada
la pipa de opio,
hoy limpié el polvo que
las cubría.
Extraído
de CUENTO LIBERTEÑO / PANORAMA ACTUAL 2
Páginas:
162 - 169
Autor:
Carlos Santa María Ruiz
Editorial Casa Nuestra Editores
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