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¿La violencia es “partera de la historia”? No me cabe duda de que esta frase tiene algo de verdad; pero conviene reflexionar en qué sentido y qué clase de historia surge de la violencia. El conflicto es parte inherente de las dinámicas vitales, pero si nuestros ancestros hubiesen vivido en guerra permanente, nosotros no estaríamos aquí; el estar-en-común necesita la complementación, la solidaridad y la amistad. Cuando el conflicto desborda ciertos límites admisibles, la existencia puede resultar intolerable.

 

Thomas Hobbes, uno de los primeros teóricos del Estado moderno, pensaba que los seres humanos en “estado de naturaleza” vivían en guerra permanente. Sin embargo, la antropología de los pueblos sin Estado ha comprobado la falacia de esta afirmación: las culturas amazónicas, por ejemplo, aunque carecían de un corpus legal, se mantenían vinculadas por relaciones de parentesco y alianza, y tenían formas propias de resolver los conflictos y diferencias. Más bien, de lo que no cabe duda, como el mismo Hobbes reconocía, es que los Estados se fundan con la espada. Los primeros Estados nacieron como maquinarias bélicas; y mientras crecían sus estamentos burocráticos, más necesarias eran las conquistas para satisfacer los crecientes apetitos de las élites gobernantes.

 

El filósofo francés Jean Luc Nancy afirmaba que “el testimonio más importante y el más penoso del mundo moderno […] es el testimonio de la dislocación o de la conflagración de la comunidad”. Esto, en la historia del Perú, es de sobra conocido: el Estado moderno nació enfrentado a las naciones indígenas, considerándolas fuente de atraso y negadas al progreso. La fidelidad amerindia a sus herencias culturales, a los lazos de parentesco y a las lenguas de los abuelos, fue interpretada como contraria a las ansias homogenizadoras de la modernidad hegemónica. El Estado peruano buscó imponer sus lógicas por la fuerza, incapaz de aceptar lo divergente y de promover la complementación. Por eso mismo, reducir la injerencia y dependencia del Estado sería indispensable para una mayor soberanía de las comunidades y de las asociaciones de individuos libres.

 

El fortalecimiento comunitario requiere caminos y acciones que, a mi entender, no pasan y no están expresados por las consignas de las actuales protestas que estremecen al Perú. Además, cualquier persona medianamente informada sabe que en medio de ellas (y aprovechándose de indignaciones y postergaciones históricas) hay grupos altamente ideologizados y con financiamiento ilegal, que responden a intereses propios y agendas geopolíticas que no resultan fácil de desentrañar. Ante un conflicto complejo, los juicios apurados y simplificadores, por lo general, no son acertados.

 

Según la teoría legal, un atributo fundamental de los Estados es el monopolio de la violencia; y no dudarán en aplicarlo cuando se sientan amenazados. Los gobiernos más confiados en su poder y con mayor institucionalidad, no necesitan hacer alarde de sus armas y son capaces de canalizar las críticas ciudadanas con relativa solvencia. Incluso en el Perú, el derecho a la protesta está constitucionalmente contemplado. Pero cuando éstas se tiñen de violencia, se da excusa a las fuerzas represivas. Y esto adquirirá aspectos dramáticos en Estados endebles y sociedades poco dadas al diálogo, como es el caso del Perú. La muerte de inocentes en medio de dos bandos enfrentados, es lamentable, triste y desgarradora. Por eso mismo, no resulta sensato atizar el fuego; en este momento, es preferible un sano recogimiento y reflexionar sobre otras posibles vías de transformación, racionales y pacíficas. La violencia pone fin a la política e imposibilita el diálogo.

 

Tengo para mí que lo más importante, lo irremplazable, lo que nunca puede ser postergado, es el amor y la paz. Cuando se posterga el amor y la paz a favor de otras demandas o consignas, toda violencia empieza a ser ideológicamente justificada. Lo conveniente es atemperarse y practicar, desde nuestras propias comunidades, formas alternas de vivir y de relacionarnos con los demás. De lo contrario, no haremos más que seguir dando carne a la maquinaria ciega de la violencia. Cuando el conflicto se desata, los polos ideológicos se radicalizan y parecen irreconciliables, pero las prácticas de los bandos enfrentados terminan siendo cada vez más similares. Nadie quiere escuchar al otro y todos consumen relatos parcializados, carentes de empatía. La hambrienta vorágine de la violencia termina por disolver las diferencias, y asfixia la vida. Por eso mismo, yo opto, diariamente, y gracias a Dios, por la política del afecto y de la belleza, del respeto y del diálogo, de la amistad y de la libertad.

 

 

* Por Pedro Favaron Peyón.

**Imagen de Portada: Difusión.

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