Julio Barco es un poeta multifacético y multitemático. Todo, para él, puede ser poetizado, desde un arroz chaufa, un cebiche, una salchipapa o un caldo de gallina; y también, con mayor razón, un megapuerto chino dentro del proceso postmecano industrial peruviano. Talento hay de sobra y uno a uno, sus libros, han ido cementando las bases de una poética propia con vestigios que vienen desde los setenta con Enrique Verástegui, Jorge Pimentel, Juan Ramírez Ruíz y todos los poetas que se precipitaron sobre el verso haciendo de sus vidas algo más que una primavera: Ezra Pound, Martín Adán, Juan Ojeda, Charles Baudelaire, etc.
Barco, el poeta de apellido marino, entiende el compromiso del escritor con su realidad, planteado en los cincuenta por Jean Paul Sartre, sabe perfectamente que la poesía es una espada, un arma de combate, y lo empuña con sigilo y técnica para enfrentar al establishment o los poderes establecidos. (Acaso Antonin Artaud no escribió sus Cartas a los poderes por las mismas razones y casi lo mismo hizo Allen Ginsberg con su The Fall in the America: “América, te he dado todo y ahora no soy nada. // Estados Unidos dos dólares con veintisiete centavos 17 de enero de 1956. // No soporto mi propia mente. // Estados Unidos, ¿cuándo terminaremos la guerra humana? // Vete a la mierda con tu bomba atómica. // No me siento bien, no me molestes. // No escribiré mi poema hasta que esté en mi sano juicio. // América, ¿cuándo serás angelical? // ¿Cuándo te quitarás la ropa? // ¿Cuándo te mirarás a ti mismo a través de la tumba? // ¿Cuándo serás digno de tu millón de trotskistas? // América, ¿por qué sus bibliotecas están llenas de lágrimas? // Estados Unidos, ¿cuándo enviarán sus huevos a la India? // Estoy harto de tus locas exigencias. // ¿Cuándo puedo ir al supermercado y comprar lo que necesito con mi buena apariencia?).
Si el poeta no puede enfrentar al monstruo, entonces debe morir o dejar de escribir que es lo mismo. Si el poeta no es capaz de llevar la antorcha de Prometeo, ergo debiera extinguirse, autofulminarse en (el) silencio. Luego “Cantar de Chancay” se convierte en un artefacto de destrucción masiva, un colisionador de hadrones, un texto como un canto de guerra con trompetas y tambores en el aire. Y un corifeo de voces que muerden las vidrieras de la indiferencia. Un verso contra más de dos mil millones de dólares de inversión que es lo que cuesta el megapuerto de Chancay: “Cuando pienso en mi país: lloro (…) Y lloro comiendo anticucho // Mirando a los aviones que llegan y se van”.
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Julio Barco Ávalos y su Cantar de Chancay |
Julio Barco es un kamikaze, se nos presenta como un hombre bomba, un suicidal poet; y todo esto mientras declama en voz alta que: “La explotación es la misma// Aquí es de día y no hay futuro // Allá es de noche, el tren de Berlín acaba de // detenerse // Caminas frente a la Fernsehturm // O en Puente Balta // Igual trabajas para conseguir dinero // Los que tienen más buscan modos de explotar a los // otros. ¿Qué puede interesar ganarse un Premio? // Si la existencia no es nuestra // Ni el futuro es posible”.
Y aquí nada es gratuito. La cultura Chancay fue una sociedad agrícola-textil que floreció en los valles de Chancay y Huaura entre el 1100 y 1450 d.C. Y siendo un pueblo pacífico, fue dominado por los moches y por los incas antes de que los españoles vinieran a arrasar con todo. Y ahora los chinos con sus propuestas de “desarrollo”, “bienestar” y “producción”, etc. Los cuchimilcos o estatuillas simbólicas de esta civilización tienen siempre los brazos abiertos como si estuvieran volando o como si quisieran abrazarte que, para más flores, fueron huaqueadas, robadas para adornar las casas de los ricachones: “Sube las manos // y bebe este pisco acholado // del calibre de mi furibunda prosa. // Este calientito de yuyos y palabras ajadas. // Pequeño dios inútil frente a la extracción minera // ¿Qué fue de los poderosos rituales que rindieron // mis antepasados? // ¿Y qué de su tradición chacchanda en la robusta // hoja de coca?”.
Leyendo este cantar nos trae inmediatamente el recordatorio del poeta chino Xu Lizhi, quien era obrero en la fábrica multinacional taiwanesa Foxconn en Shenzhen, una de las ciudades metropolitanas chinas y que antes de morir a los 24 años por decisión propia, nos dejó más de doscientos poemas cuyo principal eje temático son el extenuado e inverosímil trabajo al pie de las máquinas de producción: “tragué una luna de hierro // que los demás llaman tornillo // tragué las aguas residuales de esta industria y la hoja de desempleo // esos retoños de juventud bajo la línea de producción // hace mucho encontraron su prematura muerte // tragué el arduo trabajo, tragué la indigencia // tragué los puentes peatonales, tragué una vida plagada de herrumbre // ya no puedo tragar más // todo lo que antes tragué // ahora erupciona de mi garganta // y pavimenta el territorio de la Patria // con un poema de la humillación”.
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Portada de Cantar de Chancay, versión de Amazon |
Y a pesar del dolor y la abyección (qué más afrenta que dentro de nuestra patria no podamos decidir sobre nuestros propios destinos y sobre nuestro propio territorio; aceptémoslo, Chancay es una concesión) Julio Barco nos canta al oído o vomita su rabia de ciudadano que siente en carne propia toda esta pesadumbre, todas estas injusticias de nuestros gobernantes cuatreros y vampiros, los que se fueron y los que vendrán con más ganas de robos, hurtos y desfalcos: “Este es el canto de Chancay este es el canto de la gente pobre de la gente que no tiene nada este es el canto de mi corazón que gira en torno a todos los algoritmos este es el canto de mi velocidad (este es el canto de la soledad del tiempo perdido inventando poemitas mientras la niebla abrasa la soledad de los cuerpos)”.
Y ahí es donde brillan estos poemas sobre el millón de contenedores anuales de Chancay, sobre la cabeza de los gerentes de la Cosco Shipping Ports Chancay Perú S.A y sobre las espaldas de todas las autoridades vendidas al mejor postor y que fungen de “presidentes”, “ministros”, “alcaldes”, “gobernadores”, etc.: “Estoy solo entre // máquinas. // Estoy aquí en el grito que criba las neuronas. Entre alambres // y pantallas táctiles. // Entre las palabras que cubren las costillas del // cuerpo, las nubes, el cielo. // ¿Dónde queda la poesía? // La palabra como una piedra bruñida en la mente // humana. // Una frase para venderte otro producto // Es toda la poesía de mi época. // Los chinos traen sus productos enlatados // Y nosotros le daremos el corazón // Y las vísceras // Y nada cambiará.”.
Finalmente, hemos leído otros libros de Barco, otras propuestas donde el verso y el yo interior eran los “personajes” principales dentro de su proyección poemática, expresionismo y eje cíclico escritural, pero libros como este “Cantar de Chancay” está en otro multiverso, antagónicamente uno más real y concreto, uno que se acerca a las masas explotadas, al pueblo de a pie que sufre hambre, que sufre frío y abandono. Ese pueblo hambriento de pan (Vallejo dixit), pero también hambriento de poesía, hambriento de belleza ante el sonido monocorde de las máquinas y las grúas y los vagones apilados unos encima de otros y las cadenas de las anclas que, seguro, antes fueron grilletes en las manos y pies de los esclavos. Y las naos portacontenedores que se acoderan en el puerto y que tromban sus bocinas avisando que el mercado nos debería traer felicidad y alegría sine qua nom casi como una portada del Atalaya. Y que Barco, el poeta naviero y batipelágico, desde una azotea en el Agustino, divisa, entiende y asume el reto de decirles que aquí hay alguien que piensa diferente, que aquí, a pesar de que todo se compra y todo se vende, hay alguien que ha decidido No venderse. Y eso es mucho y eso es bastante porque quizás sin darse cuenta, Julio Barco es ese ciudadano que se para delante de un tanque para que no arrasen con sus compatriotas, con su familia y con sus hijos. Y nos enerva hasta el paroxismo con su ironía lapidante: “Hagamos algo. // Preparemos sopa Ajinomen”.
*Por Rodolfo Ybarra.
**Imágenes: Difusión.
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