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El narrador describe, detalla minuciosamente. Usa alegorías, metáforas. Adorna de manera armoniosa e inteligente lo que relata. Nos seduce con su creación y nos envuelve transportándonos a ese mundo descrito. Percibimos, sentimos y somos movidos por su narrativa…

 

“Cuntur Muyumarca”

 

El rostro de todos los rostros está velado

en todos los rostros y solo es visto en un

enigma. No se encuentra desvelado hasta

que uno ha penetrado, más allá de todas las

visiones, en un estado de profundo silencio

en el que no queda nada para imaginar o

conocer un rostro.

Nicolás de Cusa, DE VISIONE DEI

 

 

La sombra se desliza con majestuosa lentitud, quebrándose, ondulándose, cubriendo como una mancha leve los vertiginosos acantilados de Pomboyac. Todo está quieto, ensimismado en esa puna fría, antigua, sin memoria. En la profundidad del cañón se desperezan los vapores matinales, y apenas se percibe, entre la ruidosa turbulencia del agua, el pálido reflejo plateado de ese río impetuoso que, para los indios de la comarca, es el yawar pacha, la sangre de la tierra.

El colibrí, la vizcacha y el cordero madrugador, atentos, temerosos, contienen la respiración. Los rayos del sol apenas asoman sobre las cimas nevadas del Hilcaya. Una lenta, naciente brisa roza las hojas hirsutas del ichu amarillento quemadas por el sol y el aire reseco del mediodía. En un agosto arisco, desolado, en que la vida late con extrema gravedad, vida que se acerca a la muerte, sin alcanzarla, como sutil aproximación del tiempo a la eternidad. Y, entre las tinieblas y la luz, entre el bramar del río y el silencio de la mañana, entre la tierra eriaza, resquebrajada de sed, y el firmamento inmenso, luminoso, surca la negra sombra del cóndor.

Arumi, el quimili, ha esperado desde siempre, pacientemente, este día. Ha juntado sus anhelos, sus ayunos, su soledad y su desapego a los restos de ese adoratorio de gentiles. Echado sobre la hierba, contempla el cielo. Lo contempla desde el centro del círculo de piedras derruidas, desde el abandonado Cuntur Muyumarca, desde el corazón inmóvil del sagrado Cerco de Piedra del Cóndor.

Debe ser en el amanecer de un día de Santo Domingo, le había dicho Atilio, su maestro watuq. Cuando las sementeras estén agonizantes. Cuando en las noches nuestras madres las cabrillas del cielo brillen como nunca. Pero cuida, sobre todo, que sea cuando ya nadie dependa de ti. Ni tú de nadie. Entonces podrás mirar a nuestro padre el Sol cara a cara, y así como él te conoce, le conocerás.

La luz avanza reptando por los paredones rocosos. En breve tocará en Cerco de Piedra del Cóndor. Arumi se recoge entonces en una creciente quietud. Todo se le hace ya lejano, brumoso, sin consistencia: las estrechas callejas de la aldea, su casa deteriorada, los preparativos de los comuneros para la fiesta de la Asunción, los andenes fatigados, las ovejas escuálidas, la exigua herencia familiar. El único lugar donde siempre se había sentido pleno, tranquilo, era el templo del pueblo, un templo luminoso, recio, construido para ser una flor de piedra blanca que resistiera todos los tiempos. Dentro de él se recogía ante un altar modesto, de vacías hornacinas, un altar pequeño, sin imágenes ni adornos, ante el cual creyó percibir más de una vez al incomprensible… Padre nuestro que estás en los cielos…, murmuró. Santa María Madre de Dios, ruega por noso… Raro, hasta esas oraciones cotidianas le parecían ahora distantes. Eran buenas, sí, pero como aroma que se desvanece, que se esfuma y se hace ininteligible, como materia sutil, inasible, fraguada por su imaginación.

El tiempo es el deseo, se dijo. ¿El deseo? ¿Ya no tenía ninguno? El deseo de poseer, de retener algo, ¿ya no lo tenía? Sí, pensó. Ya no quería nada. No quería ir ni venir. No pretendía ninguna cosa. Ni siquiera alguna de aquellas que había poseído siempre. Ya las había dejado atrás, en la aldea. Y hasta su cuerpo, ese persistente dolor del pecho, el mismo frío en la piel, la soledad, le eran ya indiferentes.

Pero aún siente muy cerca de sí la sangre que se desliza cálida, noble, por ese árbol oscuro de su ser interior. Y la respiración que lo une todavía, a cada instante, con el gran aliento del mundo.

Con el gran aliento, se repitió,  mientras la sombra se deslizaba en amplios espirales sobre la garganta profunda, como si se adentrara en el corazón del silencio.

Los cóndores oscuros, inmensos, descienden lentamente, observando con sus ojos carniceros la presa apetecida. Pero es una presa a la que no ansían para saciar el hambre. No. Es más bien una presa que los atrae con irresistible fascinación. ¡Padres, auquis mallkus, exclamó Arumi con la respiración entrecortada, llévenme a la luz! ¡Llévense mi sombra al Hanan Pacha! ¡Reduzcan mi corazón en vuestro aliento! ¡Arrebátenme! ¡Oh vientos del Sol! ¡Señores!

Lejos tañe a muerto la campana del domingo. Más lejos aún, el río, crecido su caudal, retumba entre los paredones de granito inconmovible del gran cañón.

Atrás, al final de la memoria, han quedado las procesiones, el balanceo nocturno de las cruces altas, el anda con sus jarrones desbordados de cantutas, el aullido de los allcos, el confuso canturrear del quechualatín, el fugaz destello de los cohetones… Atrás, muy atrás, escucha alejarse a la banda de la Santa Cruz con sus violines quejumbrosos, agudos, estridentes, el sonido gutural de las caracolas, el melancólico de las mandolinas. Y, en la multitud, como un sobresalto, el perfil de Simona medio oculto en el rebozo, sombreados los ojos tristes que tanto lloraron. Como una hermana me era, pensó. Su rostro, sus manos… Alguna vez fue mi único deseo. La noche se llevó aquel cortejo hacia el barrio de Collana, cubriéndolo como la sombra creciente de los cóndores sobre Arumi.

Ya ve bajo las plumas que vibran al viento las dos tensas, poderosas garras de los aukis mallkus inmensos. Las garras que bajan y bajan como garfios sostenidos firmemente bajo las alas soberbias. Esas grandes alas que ocultan por instantes al Sol. Arumi siente entonces que casi no respira, que su pecho se sume en una honda  vaciedad, que su mirada solo está atenta a ese vuelo real, cadencioso; absorta en ese círculo oscuro, vidrioso, profundo de los ojos fijos del cóndor. Corre por el cañón una brisa leve y el sonido atronador del Colca se va debilitando. El Sol brilla esplendoroso en el cenit. Y, muy cerca, los grandes cóndores circundan al mayor que desciende parsimonioso.

Arumi se fascina en esos ojos oscuros, esos ojos audaces, fieros, que refulgen entre el pico imperioso. Alrededor de él se agita ya el negro aleteo de las otras rapaces, mientras siente hundirse, en las profundidades de su último recuerdo, el remoto rugido, agonizante, del río impetuoso.

Era mediodía cuando los pastores advirtieron, asombrados, una mancha de cóndores que surgía del Cuntur Muyumarca tras un mallku machu que aferraba entre las garras una presa inerte, un gran cóndor, que es forma y aliento de apu, en cuyas plumas negras, metálicas, se multiplicaban los dorados rayos del Sol.

Luis Enrique Tord.

 

*Extraído de REVELACIONES - Relatos Reunidos 1979-2011

Autor: Luis Enrique Tord

Páginas: 267- 271          

Editorial: Punto de Lectura. Perú.

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