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Narrar, describir sucesos acontecidos en la realidad o imaginación; evocar el pasado o exponer el presente, realidad y/o fantasía; siempre serán recursos del relator. Cuántas maneras existen de ver el entorno. Con concepciones e idiomas diferentes, cómo comunicarse con los otros ante tales diferencias; cómo ver a los demás con empatía y sin discriminación. Son las narraciones las que nos invitan a ser parte de diversas realidades y permiten conocer, valorar y juzgar hechos, personajes e historias…

 

 

 

Cuento: Del campo a la ciudad

 

 

En la frontera del día y la noche, nuestros perros nos alertan la presencia de extraños cerca de nuestra casa. Mi padre, aprovechando la escasa claridad, salta el cerco de la huerta llena de coles grandes y amapolas en capullo y desaparece. Todos, por la orden de mi madre permanecemos sin movernos al lado del fogón. Después de unos minutos los caballos bufan y hacen cabriolas en nuestro patio. Un negociante, que muchas veces había llegado a nuestra casa ofreciéndonos ropas y muchas cosas para hacer el trueque con nuestros animales, es el guía de los policías.


-¡Matildo…! –es una voz prepotente.


-No está, señor.

Mi madre se enfrenta saliendo al patio. Era una respuesta que ya estaba en la punta de sus labios. Ella sí sabe el motivo de la visita de estos extraños.


Después de buscarlo con brusquedad en la casa, se van porque tienen que irse. Los niños, evitando ser pisoteados por estos tipos de botas duras, nos acurrucamos en torno al fogón. Yo soy un niño que aún no comprende por qué gente extraña y que da miedo busca a mi padre. Mi madre tiende la cama en el mismo lugar donde estamos, siento mucho miedo, me acurruco a su espalda y me quedo dormido mientras ella sigue mentalmente al esposo fugitivo.


En dos días se comieron mi más engreído carnero porque era el más gordo y el padrillo de nuestro rebaño. ¡Pobre mi carnero! Con cuánto cariño lo había criado. Esos guardias eran voraces.


Después que se marcharon ellos, comenzaron a segar la cebada y trigo al compás de flautas y cajas. Sutacay Víctor sopla la flauta roncadora y golpea con furia el tambor. Shiba Romero se contornea por no saber bailar huayno o por hacerse el chistoso, lo cierto es que nos hace reír a todos. Los niños andamos detrás de los mayores recogiendo las espigas que se les caen y juntando en nuestras bolsas las semillas de mostaza para alimentar los pichones de palomas que hemos recogido. Julio, mes de pelea ebria de toros, caballos y burros en los rastrojos. El vencedor se queda con el mayor número de hembras y en el mejor rastrojo. Julio, pallay killa, mes de cosecha de cereales.


Para continuar mis estudios –dicen mis padres- me arrancaron del hogar y de la comunidad y me llevaron a Caraz, que desde el primer momento que bajé del camión, tenía color, sonido y olor diferentes de mi ayllu.


El primer día de mi vida en Caraz, salgo a la calle para contemplar la novedosa realidad en que debo aprender a vivir. Un niño se me acerca y sin ninguna explicación y de sorpresa me empuja de la vereda y me dice muchas cosas en un idioma de sonido metálico que aún no entiendo porque no es mi quechua; pero por sus gestos sé que estoy en tierra ajena. “La ciudad es una fiera que pare otras fieras. Con las fieras hay que usar más la inteligencia que la fuerza”. Recuerdo las palabras de nuestra maestra cuando nos contaba en nuestra escuelita de adobe y techo de paja. Saludo a toda gente mayor que veo; pero, qué raro, muchos no me contestan. En mi casa me habían enseñado a saludar a todos los mayores; pero aquí veo que muchos niños de mi edad no saludan a todos los mayores.


Las experiencias del primer día de clase son imágenes frescas a pesar de los años. Ante el pedido de la señorita Yoni, decimos nuestros nombres para conocernos. Todos decimos por turno y nos miramos sonrientes. Ese mismo día me toca salir a la pizarra a realizar una operación de cálculo. Cuando me retiro a sentarme, escucho que alguien dice: “Está en la Luna”. Por milagro entiendo literalmente la expresión tan nueva para mí. Pienso que me está alabando porque en quechua es un elogio. Solo con el paso del tiempo comprendí el significado de “estar en la Luna”.


En las primeras peleas con mis compañeros de la escuela he aprendido mucho: ellos son bravucones y hablan mucho, pero no aguantan el dolor como los niños del campo. Varias veces ha sangrado mi nariz; pero también he visto con placer vengativo salir a borbotones la sangre de los que al principio me insultaban y desafiaban. Después  de unas semanas ya comprendía todos los insultos y hasta los usaba. Sin embargo, había algo que no podía explicarme: ¿Por qué me buscaban tanta bronca?


Desde niño fui chacarero y en el campo aprendí más que en los libros escritos. Mi abuelito me enseñaba diariamente, me hablaba de los hombres antiguos y de los hombres de hoy, su larga barba era el puente entre el ayer y hoy: “Los hombres deben ayudarse mutuamente en la construcción de un mundo mejor. No hay hombres totalmente buenos ni totalmente malos, todos podemos hacer los actos buenos y malos. El hombre bueno escucha la voz de la naturaleza; el hombre malo escucha solamente su voz, por eso se equivoca más. No es bueno contestar inmediatamente ante la primera provocación, ésta es una advertencia para estar bien preparados ante la siguiente provocación. Solo el muermo no contesta a la segunda provocación”. Nos hablaba en su quechua lleno de afectivos, su voz clara y su hablar pausado aún resuenan en mis oídos.


¡Qué bien hablabas, abuelito! Pero, si hubieras vivido en la ciudad, quizás habrías cambiado tu juicio. La ciudad no tiene tiempo ni quiere escuchar las reflexiones; menos, si éstas vienen del campo. “La ciudad es violenta donde reinan los violentos. Allí aprendes a ser violento o te dejas humillar, no tienes otra alternativa”, nuestra maestra así nos había advertido.


¡Te apuesto para la salida! Enlazamos nuestros meñiques, que son los que menos van a participar en la pelea, pero son los que pronto se erigen y enganchan para apostar. La clase ha terminado, todos los testigos nos miran esperando que cumplamos la apuesta. Esta vez ya no sangra mi nariz. Después de unos intercambios de golpes de prueba aprovecho un descuido y ¡pum! golpe certero en el ojo izquierdo. Lágrimas y llanto. Los descalzos hijos de chacareros me felicitan, me abrazan y me hacen hurras. Nos preparamos para irrumpir en la calle porque ya no hay otra pelea. Los niños de zapatos lustrados y ropas planchadas me miran recelosos y silenciosos mientras consuelan al perdedor. “¡Por qué te metiste con él! Ese es una fiera, no llora aunque le esté saliendo sangre”. “Seguro que tú fuiste el provocador, él no es un bronquista; pero sí sabe defenderse como una fiera. Yo lo conozco bien porque es mi vecino, nunca nos hemos peleado, más bien me ha defendido…”, comentan y comentan. En verdad, antes yo nunca me alegraba viendo llorar a otro; pero estoy en la escuela, esto también debo aprender.


“El estudiante campesino deserta de las escuelas”, dicen los investigadores apoyados en cuadros estadísticos. Muy cierto, señores doctores, pero deserta después de conocer la escuela de la ciudad. Yo no sé por qué no deserté.


A más de veinte años de edad, casi despidiéndome de la universidad, vuelvo a mi comunidad aprovechando un receso de tres meses. Hemos sesionado y elegido a nuestro nuevo presidente. Al volver a la casa, mi padre y yo pasamos cerca de un aliso grande, viejo y adornado de musgos. Mi padre se acerca al árbol y pone su oído sobre la dura corteza. Bate la cabeza negativamente. Cuando pasamos por Jatun Rumi (Piedra Grande) hace lo mismo, y otra vez mueve la cabeza negativamente. Al verme que lo miro intrigado me comenta: “Antes, mucho antes de que tú nacieras, en un descanso del trabajo comunal, oí, de repente, la voz del río, de los cerros, de ese aliso grande, de esta roca, de las hierbas…, todos repetían lo mismo aunque con diferentes voces: “Kay markaqa, kikintsikpam”. (Esta tierra es nuestra y de nadie más). Cuando, sorprendido se lo conté al viejo Shilli Huisa, él me dijo que nadie había escuchado nada; pero que “esta tierra es nuestra y de nadie más” era tan evidente como la frialdad de nuestros nevados. Por escuchar esa voz de la naturaleza me convertí en rebelde y perseguido”.


Solo después de este relato comprendí por qué mi padre era perseguido de día y de noche.


En la ciudad vi a mis maestros protestando y exigiendo mejores salarios y mejores condiciones de vida. Esta lucha era diferente a nuestra terca resistencia de varias generaciones defendiendo nuestra tierra que nos querían arrebatar con amenazas y con el poder de los papeles sellados. Fracasé en mi intento de analogía porque el campesino que se aferra a su comunidad defiende su pasado, presente y futuro.


La educación escolarizada me preparó para la vida de la ciudad. La educación del campo me había enseñado a dialogar con la naturaleza.


 Francisco Carranza Romero.

 

 

 

 

**Imagen de Portada: Cortesía de shutterstock.com

*Cuento extraído de: “Madre Tierra, Padre Sol” - Patsa Mama, Inti Yaya

- Mitos, leyendas y cuentos andinos -

Autor: Francisco Carranza Romero

Páginas: 136 – 139

Editorial: COMPUTER AGE SRL

2 comentarios:

  1. Yachakuy naanim runata pallarin: El camino de eleva al ser humano.

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  2. Yachakuy naanim runata pallarin: El camino de estudio eleva al ser humano.
    Yachaqqa yachaq tukuntsu; upallam yachaq tukun: El que sabe no hace alarde de lo que sabe; sólo el ignorante hace alarde de lo que sabe.

    ResponderBorrar

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