Si admitiéramos, con
Maurice Blanchot, que “la literatura va hacia sí misma, hacia su esencia, que
es la desaparición”, tendremos que convenir en que el literato, es decir, el
hombre de letras, el escritor, es un
muerto en vida (en “El libro que vendrá”).
La literatura
constituye excrecencia prodigiosa del lenguaje. Hay, como dice Barthes, la
lengua, el estilo y la escritura. La literatura empieza arrancando de la
escritura cuyos signos son símbolos que perdieron su sentido mágico, místico y
totalizador. El que escribe, el hacedor de literatura, a medida que se
desplomaba el orden religioso del mundo, adquirió una expansión cada vez mayor
como expresión individual. La literatura, como tal, pretendió recrear la
realidad, valorarla, criticarla, caricaturizarla, evadirla, exaltarla. Terminó,
en nuestros días, queriendo expulsarse a sí misma, vomitarse.
Las direcciones de la
literatura son múltiples y responden a la multiplicidad del pensamiento humano.
Prejuicios ideológicos, políticos o religiosos trataron de fijar sus límites en
función de intereses ajenos a su propia especificidad. Los límites de la
literatura no son los que pueden fijarle prejuicios ideológicos y propósitos de
propaganda y sumisión al Estado, sino los que emanan de ella misma, de su ser.
El campo de la literatura es el del alma y el pensamiento del hombre, desde los
juegos de la imaginación y del onirismo más exacerbado, lo fantástico y lo
misterioso, hasta el naturalismo enfático, el trazo grueso y deliberado, la
caricatura social.
No hay literatura
evadida de la realidad. Esa acusación procede del materialismo necio. Cada vez
que un sectarismo procedente de una voluntad de servicio social pretende
delimitar el campo de la creación literaria, en función de una realidad también
determinada por esquemas apriorísticos, se desborda ésta y todo se vuelve
aparentemente metafísico.
En el curso de su
prodigioso desarrollo, la literatura se convirtió en objeto de sí misma. En el
inicio –momento y estado verbales difíciles de evocar a estas alturas-, el
lenguaje que pudiera calificarse hoy de literario, es decir, distinto del habla
corriente y constituido para una representación y comunicación trascendentes,
tuvo carácter sagrado y hermético. Era un medio de relacionarse con los dioses
en el plano de lo sobrenatural.
Se sustentaba sobre la
verdad emanada de ese orden extrahumano. Adquirió fortaleza y suficiencia
canónicas. Se le suponía revelado y
no concebido por el pronunciante. Cumplía una función integradora, unificadora
y reveladora del sentido del mundo.
La muerte de los dioses
o de Dios, el pasaje de la consciencia de una Edad de Fe a una Edad de Duda, de
la magia y el mito a la crítica y al análisis racionalistas, libraron al hombre
a su propia suerte y el lenguaje obtuvo, junto con su autonomía y
diversificación, un valor especulativo y subjetivo. La literatura acentuó su
parcialidad y se convirtió en reflexión sobre su propio artificio, sobre sus
poderes, debilidades e imposibilidades; fue razón de estilo, ejercicio, texto.
Se estableció como una realidad intrínseca yuxtapuesta a la realidad misma. La
palabra quiso sustituir la cosa olvidando que su papel era solamente designar.
El acto de nombrar se erigió como Segunda Creación. La operación de escribir
adquirió un carácter compensatorio, en el mejor de los casos, de la pérdida de
la fe y de los dioses. Era una nostalgia, entonces, del Paraíso perdido.
Pero en esa dirección
compensatoria, sustitutiva, la literatura se enamoró perdidamente de sí misma.
Se sintió suficiente. El creador se llenó hasta reventar de su propia creación.
Su alma se hizo palabras, se hizo de palabras y mecanismos de reemplazo. La
vida terminó siendo una metáfora creada por la literatura y la literatura le
fue dando muerte a la vida, a medida que la nombraba. Porque el acto de nombrar
mata la vida ingente y cruda, el misterio de lo enteramente vivo, como lo
explica Juan Crisóstomo Payara a Rosángela, en la hermosa novela Cantaclaro de Rómulo Gallegos, cuando
dice: “al nombrar una cosa le vamos dando muerte”. Y añade: “Para el niño que
aún no sabe hablar, el mundo debe ser algo totalmente vivo y, por consiguiente,
espantoso, que hay que matar nombrándolo”. Dostoievski había declarado:
“Escribo para matar mis fantasmas”.
Rómulo Gallegos |
El literato, una vez
dueño de la escritura, del lenguaje escrito, se lanzó a la tarea de escribir el mundo y la vida,
recreándolos en la dimensión de una suerte de espejo, pero matándolos también.
Como Adán nombró las cosas y los asuntos para que éstos fueran en el
pensamiento, en la memoria, en la consciencia del lenguaje escrito. Cabe
preguntarse si entonces los literatos, los lectores apasionados de literatura,
al matar la realidad nombrándola (leyéndola), no estarán viviendo una interminable
ficción, un sueño de vida reflejada, un espejismo de palabras, con el riesgo de
estar, por lo tanto, muertos en vida,
ajenos a los hechos de la realidad en sí, de
lo que hace ser al mundo. Sabiendo que se vive en el mundo, gracias a la
literatura, se olvida uno de la contundente realidad de los hechos para
trasladarlos a una dimensión imaginaria y, entonces, imaginarlos, vivir de la
imagen de los hechos.
La literatura, en su
exceso y dispersión, en su complejidad creciente que produjo la desintegración
del lenguaje, hasta el punto de pretender, por reacción, buscando una salida
hacia la vida, crear la antiliteratura, cubre, tapa y puede ahogar la realidad
natural. Es un ser sin ser. Mejor dicho, un ente sin ser. Una proyección del
ego que interpone, entre sí y la realidad, la pantalla donde ésta se va a
reflejar. Detrás de su pantalla, protegido del mundo de los hechos ingentes, el
literato amansa y domestica la vida, la suplanta con palabras. Se siente un
Creador. Sustituye a Dios. Se complace en su creación y la goza, y la sufre. En
más de un caso, es la suprema compensación del yo herido, del yo que no puede
reinar inmensamente, molestado como está por los demás, por los otros; limitado en su ansiedad de
expansión y dominio. La literatura, sin dejar lugar a dudas, arranca del yo,
del anhelo de autoafirmación. Ningún literato escribiría si no hubiese público,
es decir, un auditorio que conquistar y convencer, y en el cual mirar el propio
resplandor, la propia magnificencia del ego manifestado.
Egocéntrica,
compensatoria, camino hacia el éxito y la nombradía o hacia la satisfacción de
denunciar y combatir, de acusar –y conste que no hablo de la burda obra de
propaganda política, del manual guerrillero, del panfleto, porque eso no es
arte, aunque sea literatura-, la literatura ha descubierto últimamente, con
Beckett, por ejemplo, la ausencia de salida, su tremendo destino de no ser sino
palabras, carne convertida en palabras, sexo nombrado una y mil veces, amor
escrito y reescrito en la nada, monótono flujo de sonidos apresados en signos,
murmullo sin sentido como aquellas conversaciones fragmentarias que llenaban
los salones barrocos de la película Marienbad
de Resnais.
Los medios de
comunicación de masas extienden las obras de la literatura pero, por dentro, ésta diluye al literato en
sus propias refracciones, lo dispersa y atomiza en la explosión de palabras, lo
empuja hacia la nada establecida a partir de la sustitución de la realidad de
los hechos. Jamás como hoy el literato ha tenido mayor audiencia, y jamás como
hoy ha estado más muerto. De superhombre nietzscheano se convirtió, como el
autor de Así hablaba Zaratustra, en
enajenado.
Distingo, en esta época
de profundas mutaciones, la crisis de la literatura como tal, como excrecencia
genial del lenguaje, como sistema de sustitución de la realidad; y la crisis
del literato; del hombre de letras, alienado, condicionado por la sociedad que
lo recibe y lo ensalza.
La literatura va hacia su esencia y su desaparición. Tiende a reabsorberse en sí misma. Si ha de persistir, será con profundos cambios; quizás regresando al lenguaje hablado o volviéndose visual; o bien despersonalizándose hasta la anonimia; o bien descubriendo de nuevo la realidad, callando por un tiempo, para volver a hablar desde el fondo de las cosas, desde un orden espiritual cada vez más necesario. Es posible que si la literatura regresa al principio, si se propone no propiamente balbucear, sino volver a hablar desde la raíz o desde el vacío, desde lo sagrado, encuentre una vía de supervivencia.
Mientras tanto, como una
tempestad, se extiende la antiliteratura, que no es sino una exasperación
agónica de la misma literatura, del lenguaje escrito en vía de agostarse, y se
multiplica hasta el cansancio y lo exhaustivo, la crítica del lenguaje hace de
sí mismo, en un acto reiterado de narcisismo y desesperación. Mientras más y
más libros salen de las máquinas de la industria cultural de consumo y la
crítica literaria perfecciona sus métodos de prospectiva, penetración y
valoración, hasta el punto de ahogar al creador, de matar su espontaneidad,
menos y menos tiene qué decir el literato.
Simone Beauvoir |
Nada puede expresar
mejor esta situación como el siguiente diálogo referido por Simone de Beauvoir
–mujer de letras arquetípica- en la página 108 de La force des choses, en un encuentro con el escultor Giacometti:
"-Qué aspecto
tan hosco tiene usted –me dijo una vez Giacometti.
-Es que
quisiera escribir y no sé qué.
-Escriba
cualquier cosa".
Gran parte de los
literatos no tiene nada que decir, pero insiste en escribir por
condicionamiento y elección seculares. Entonces las palabras, despojadas de su
relación con las cosas que les dieron origen y con el sentido del verbo
revelado, empiezan a fluir con la estéril abundancia sin sentido que nos
muestra la obra de Beckett. Se habla por hablar, como los personajes de este
autor, en quien el drama actual de la literatura adquiere mayor lucidez
desesperada y representativa.
Esa misma ausencia de
razón de escribir, esa carencia de necesidad ontológica, ese mismo no tener qué
decir, pues todo parece dicho por acumulación y crecimiento vegetativo, al
referir definitivamente la literatura a la escritura, a las palabras, convierte
al escritor, al hombre de letras, en un ente hecho tan sólo de palabras,
brotadas interminablemente de la memoria, de los sueños, de los ecos de la
literatura misma.
El poeta Alain Bosquet,
en su Primer testamento, obra
beckettiana, pregunta:
"¿Vivir o escribir, escribir o vivir? Suspiro:
En el verbo mi carne encontró sus razones."
También afirma:
"Y el amor no es amor sino leído dos veces".
O bien:
"¡Palabras! Me desmorono bajo el peso de
mis palabras.
¡Palabras! Las palabras tomaron el puesto de mi carne.
¿La vida no está en la sola escritura?
No existo verdaderamente sino cuando me destruyo". (“Premier
testament”)
Alain Bosquet |
Esa lucidez terrible en
la aceptación de la enfermedad que es la literatura, lo lleva a comprender que
no es el poeta quien escribe el poema, sino el poema el que escribe al poeta.
Dirá:
"Poesía, mi poema es su propio poeta".
Octavio Paz, cuya obra
toda es una reflexión reiterada sobre las relaciones entre el creador de
escritura y el lenguaje, afirma en Pasado
en claro esta ambigüedad:
"No veo con los ojos: las palabras
son mis ojos. Vivimos entre nombres;
lo que no tiene nombre todavía
no existe, Adán de
lodo,
no un muñeco de barro, una metáfora".
Octavio Paz |
Paz sueña con un
lenguaje encarnado, plural, fundado en la analogía, pues es consciente de la
oposición entre los signos y el cuerpo, tomado éste como suma de la realidad
natural, la que nos fue dada. “La lectura del primitivo es corporal”, declara
en Conjunciones y disyunciones, tras
de haber reflexionado en las culturas llamadas salvajes y haber descubierto la
“doble maravilla” que sería “hablar con el cuerpo y convertir el lenguaje en un
cuerpo”. Nostalgia del verbo. Paz no se resigna a la muerte del lenguaje y
quiere deletrear corporalmente el mundo o, por lo menos, proponerlo.
Por la vía de una
proliferación maligna, de una expansión y dispersión indetenibles, la
literatura llega a ahogar al literato, al hombre de letras. Lo sumerge en un
discurso inagotable, en su fluir espeso y largo. Cesa el yo por destrucción,
por desintegración, no por liberación. Se detienen los mecanismos de autoafirmación.
Cruzó un punto de vacío. Se expandió hasta diluirse. Ya no es el autor quien
habla, sino la existencia cancerosa de las palabras en sí, pero esta vez
desposeídas de destino, ajenas a cualquier orden sagrado o trascendental. Ya no
nombran. Mataron al mundo. Como un enjambre de insectos monstruosos vuelan
sobre las ruinas y los desiertos, donde ya no quedan hombres sino lisiados,
pedazos humanos que aún se mueven, trozos de cuerpos semienterrados.
Los literatos aún nos
tomamos en serio. Creemos que formamos parte de una élite pensante. Que
representamos una avanzada en el mundo. Que tenemos el deber de fijar posición
ante todos los acontecimientos que conmueven nuestra patria y las sociedades.
Nos sentimos importantes. Escuchados. Respetados. Se nos busca en las
conmemoraciones y efemérides para que pronunciemos discursos de orden.
La sociedad no se ha
dado cuenta aún de que la literatura está muriendo, de que los literatos somos
muertos en vida, de que ella misma, la sociedad, está a punto de agonía. Se
vive un juego de sombras chinas.
Juan Liscano |
La industria cultural,
sin embargo, necesita por el momento, literatura. La promueve como nunca ésta
había sido promovida antes, cuando buscaba comprender el mundo o aspiraba a ser
intermediaria entre el hombre y el misterio, o bien implicaba un destino fatal.
Los hombres de letras alcanzan a ser oídos en los más diversos países y
lenguas, cuando los medios de comunicación de masa se ocupan de ellos, cosa que
sucede con frecuencia. Entonces se pronuncian sobre la minifalda, la
sexualidad, la guerra de Vietnam, el Poder Negro, el gobierno de Fidel Castro,
el Che Guevara, los viajes espaciales, los medios audiovisuales, la pintura, el
cinetismo, etc. Formamos parte del sistema. Los literatos tenemos un sitio
asignado dentro del llamado “establecimiento”. La sociedad necesita de nosotros
y nosotros de la sociedad.
La crisis que vive el
mundo, más que la de un sistema determinado, capitalismo o socialismo, cara y
cruz de una misma voluntad de expansión tecnológica, tecnocrática y de
producción de cosas, es la del hombre en sí, la de su alienación al mito del
poder, la de su egocentrismo que deforma y entorpece las relaciones y las
comunicaciones con los demás. El hombre de letras no escapa a esa crisis. Por
el contrario, la ahonda. De modo que la crisis adquiere sus mejores ejemplos en
los hombres de letras, en los artistas. Ellos perfeccionan el desastre. Son los
creadores de las sustituciones, de las compensaciones, de las imágenes.
Glorifican sin cesar las emociones negativas con las que la imaginación y el
afán de identificarse, como lo explicó Ouspensky, desnaturalizan y convierten
en veneno de la mente las emociones instintivas.
Ouspensky en “L´homme et son évolution posible”: “Se
descubre también, y a veces desde el principio, cuantas consecuencias
peligrosas puede tener la expresión de
emociones negativas. El término de “emociones negativas” designa todas las
emociones de violencia o depresión: apiadarse de sí mismo, cólera, presunción,
miedo, contrariedad, fastidio, desconfianza, celos, etc… Por lo general, se
acepta la expresión de emociones negativas como cosa natural y hasta necesaria.
Frecuentemente la gente las llama “sinceridad”. Por supuesto, eso no tiene nada
que ver con la sinceridad; se trata simplemente de debilidad en el hombre, de
señal de mal carácter y de impotencia para guardar dentro de sí sus quejas. El
hombre llega a comprenderlo cuando se esfuerza en oponerse a sus emociones
negativas. Y ello constituye para él una nueva lección. Advierte que no basta
observar las manifestaciones mecánicas; se impone resistir a éstas, porque si
no se resiste no se las puede observar.”
Ouspensky |
Los literatos somos los
alimentadores de la crisis y nuestras obras confusas, demoledoras,
contradictorias, sustitutivas, fantasmales, desordenadas, desgarradas, frutos
de mentes enfermas, de un ego irritado y ávido, de la fragmentación constante
de la vida, de la incapacidad de ser real, constituyen para un hipotético mundo
futuro liberado, los mejores documentos del automatismo del hombre, de su miedo
constante, de su angustia, de su infierno, de una época que Hesse llamó
“folletinesca”
Toco aquí un aspecto
fundamental de esta exposición. El hombre de letras, el artista, yo mismo, no
tengo derecho a obrar sobre el mundo sino en la medida en que puedo obrar sobre
mí mismo. Pero la literatura debilita el
esfuerzo hacia una ascesis personal cuando impera en ella el sentimiento de
compensación o bien se erige en impedimento mayor cuando se pliega a los condicionamientos
que propician el éxito o se extravía en el cultivo de tautologías hedonistas.
Las cosas están detrás
de las palabras. Son la realidad. En el momento en que las palabras entran a
sustituir las cosas, impiden una toma de contacto completa con la realidad. Y
se crea la ficción. Disipados los fantasmas de la mitología, fallecidos los
dioses, perdidos los sustentos religiosos, ahogada la magia, decaído el verbo,
no se puede pretender sustituir aquellas virtudes lustrales del lenguaje
literario con la adoración del artificio del texto, con lo puramente escritural,
con los signos en rotación. La tarea más urgente del literato, desde este punto
de vista, sería volver a estar vivo, volver a sentir la realidad como si fuera
su piel, aceptar que las cosas que le fueron dadas –los elementos, la
naturaleza- no necesitan de él para vivir, más bien es él quien necesita de su
entorno.
Semejante toma de
consciencia implica una gran humildad. Esa humildad se produce cuando acontece
dentro del individuo una revolución del alma que lo libere, entre otros
aspectos, de la alienación de la literatura misma. Ortega y Gasset decía: “El
poeta empieza donde el hombre acaba”. No se trata de una paradoja, sino de la
intuición profunda del existir literario, de esa dimensión deformante que es la
literatura y para la cual, en primera o en última instancia, sobra la realidad.
Los símbolos de la literatura que hemos creado y alimentado nos impiden mirar
directamente la cosa, ver el hecho en sí, descubrir lo que es sin necesidad de nosotros. Es menester, en cierto modo, que el
lenguaje se reabsorba en la realidad y recobre su funcionalidad primordial del verbo.
Esto no puede ser obra de la literatura, sino de la vida, de la tenaz tarea de
descondicionarnos, de la acción interior a la que podamos someternos los
literatos.
Guillent Pérez, en un
importante ensayo titulado Dios, el ser,
el misterio, al establecer la diferencia ontológica entre ser y ente, se
refirió a la pura presencia de las cosas, en relación con aquel episodio
fundamental de la obra La náusea, de
Sartre, en que Antoine Roquentin se desmorona y siente una revulsión
incontenible cuando advierte de pronto, en una plazoleta, que los árboles, las
cosas son en ellas mismas, desposeídas de todo sentido humano, que él está de
más, que en su rededor la naturaleza chorrea vida propia, incontenible,
innominada, cruda, ingente. Guillent Pérez escribe entonces: “El hundimiento
del mundo humano no tiene por qué acarrear náusea ni angustia, sino, antes
bien, el descubrimiento de lo único que puede hacer feliz al mortal” es el
descubrimiento del ser, de lo que es, sin necesidad de ser pensado y traducido
de inmediato a los mecanismos complejos del yo. Por eso, con audacia, Guillent Pérez concluye: “La esencia
fundamental del hombre no es la razón, sino el ser”.
La literatura, al igual
del personaje de La náusea, empieza a
darse cuenta, como escribió Blanchot, pero con otras miras, que “cuando todo ha
sido logrado” se queda sin salida “o bien descubre el fracaso absoluto de ese
éxito y se disuelve a sí misma en la insignificancia de una carrera académica”.
La integración al sistema alienante y a la alienación, o bien al descubrimiento
de una ausencia de salida, es lo que espera al hacedor de literatura, en un
momento en que se plantea como única alternativa creadora la revolución
interior, la necesidad para el escritor –y el hombre- de rechazar la sociedad
en sí –la capitalista democrática como la socialista soviética china o cubana-,
los condicionamientos interminables, el automatismo, los estímulos vitales de
poder, los esquemas de la memoria y del pensamiento, la egolatría secular, las
sustituciones y las imágenes, con el objeto de ser, de abrirse a la vida real,
a la renovación posible, a la liberación.
Krishnamurti |
Interrogado un día sobre la imaginación y el arte, Krishnamurti, gran pensador de nuestro tiempo que viene formulando desde hace años un mensaje tan simple como revolucionario, contestó que quien está en contacto directo con la naturaleza, con las colinas, las nubes, los ríos, los árboles, los pájaros, quien forma parte del movimiento mismo de la vida real, no necesita ir a los museos, pintar o drogarse. Hago extensiva esa afirmación a la literatura, al literato: más importa vivir que escribir; si el precio de la liberación es el silencio, quizás convenga optar por éste, porque en el seno de ese silencio creador está todo el esplendor de la vida y quizás, como semilla, la posibilidad del renacimiento del verbo en comunión con la realidad no pensada, no descrita, no nombrada, sino irradiante en su potencia de ser lo que es.
Entonces las palabras
estarán con la vida, porque no precederán al hecho, sino lo seguirán. No
pretenderán ser la cosa, sino su reflejo; no devorarán la realidad en ese rito
de escribir, sino tendrán la pureza de lo que nace sin cesar del silencio
original.
Si en algo siento el
fracaso de nosotros, los escritores, es en esa incapacidad de sustraernos a la
masificación, a la cosificación, a las banderías, a la embriaguez del discurso
lineal e interminable.
Tarea del escritor
debería ser depurar la vida, y no llenarla de proyecciones fantasmales del
propio ego, de la imaginación viciosa, de las ambiciones, de los
resentimientos. Tratar de ser hombre libre, en esta época de alienación
tecnológica, propagandística, política, operacional, es quizás la mayor
tentativa a la que puede aspirar e implica, de modo inevitable, una revolución
interior dirigida, una mutación, como dijo Krishnamurti, “en la simiente misma
del pensamiento, no en las expresiones exteriores de esa simiente…”. Entonces,
el mito del hombre nuevo se tornaría en realidad.
*Imágenes:
Difusión
**Extraído
de: Espiritualidad y literatura: Una
relación tormentosa
Autor:
Juan Liscano
Páginas:
9 - 19
Editorial:
Seix Barral
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