Son los cuentos, una
secuencia de acciones y sucesos que nos encandilan. Eventos lógicos o absurdos
que capturan nuestra atención. Narraciones que degustamos, apreciamos,
calificamos; nos enriquecen y que incesantemente remueven nuestros esquemas, modifican nuestra
estructura mental y contribuyen a incrementar nuestra capacidad de percepción…
Cuento: “Sepultura de Magdalena”
Cae la tarde ausente.
Amenazante y fría, acompaña mis ideas que, vertiginosas, ruedan una tras otra,
estrellándose contra el gris del escritorio. Recuerdo claramente aquel día:
sobre mis rodillas, lloré infatigablemente, mientras Rubí me advertía:
No te asustes, cuando
este mundo te muestre la cara de lo absurdo, y te obligue a contemplarla.
La quietud se adueña de
mi cuerpo, y con ello el sopor. Por un momento, la utopía, la nada. Después,
una inmensa taza con líquido oscuro y Magdalena dentro de ella. La mujer tiene
el cabello largo y negro confundiéndose con el café. Sus ojos tristes parecen
pedir piedad, un vestido cubre casi todo su cuerpo.
La faz manifiesta una
ancianidad siete veces mayor sus veintitantos. Se nota cansada y parece haber
caminado mucho, sin haber logrado salir de la taza-prisión.
Camina con torpeza, se
sienta. Partículas de azúcar se alzan como pequeños monstruos para apedrearla.
Magdalena observa frente a ella el cuadro de la Pecadora: a un costado, la
oveja redimida; al otro lado, los jueces; atrás, la verdad. Alrededor, los
falsos redentores de ovejas convertidos en partículas, siguen apedreándola
violentamente.
Magdalena percibe el
calor del café y un canto sale del fondo. Ella calla. En silencio, con la
frente teñida de rojo, se acomoda para escuchar:
“…De
pronto se descubre un submundo expatriado
por
el padre
en
el que habitan también,
hijos
expatriados.
¿…escuchas
mujer,
escuchas
María,
escuchas
Magdalena?”
Con el rostro
desfigurado por las heridas, busca un camino para llegar hasta la orilla de la
taza. Pero no hay nada ni nadie donde asirse y salir de aquel encierro. Llora,
cae varias veces. Grita de dolor. ¡Quiero salir, basta ya, callen, callen!
Nadie escucha, sólo hablan y hablan los jueces autonombrados, sólo ellos se
escuchan entre sí. Allí están, vestidos de ovejas con cuerpos de serpiente.
Magdalena, nuevamente,
hace otro esfuerzo para salir de la taza prisión, pero sus pies resbalan. El
café mece su silueta. Sus pensamientos, ahora inviolables, se asoman cautelosos
a un escenario estrecho, sofocante y enigmático. En él, aparecen sombras de
humanos. Están representando el gran teatro del mundo.
Magdalena observa la
miseria en todas sus formas y en cada escena: “Cuánta razón tenía el autor:
unos pobres, otros ricos, unos ricos, otros pobres. Extraña paradoja la de
aquellos que, teniéndolo todo, siguen siendo un pobre hombre, una mujer… una
partícula inerte, sin vida. Quizá nunca conocieron este lugar, al que sólo
llegan aquellos caminantes, dadores absolutos de su universo, y por ello, los
acusan de victimarios. No importan los calificativos si el alma se ha
engrandecido por el gozo, que como el dar, es también absoluto”.
Piensa queda, dolorida
y extenuada.
El café nuevamente la
recoge, lavándole los ojos, la boca, el pecho. Las partículas-verdugos
pretender morder su piel. Ella sonríe, ya nada parece herirla, pero sangra por
sus heridas ancianas. Se cubre con miel.
Entreabre sus labios
para dejar salir su canto:
“Cultivo
dulzura
en
mi frágil tierra
que
deja crecer infinitas flores.
Y
Esperanza jardinera,
me
lleva en su mano”.
El café, ahora frío, la
estrecha y la atormenta junto al ruido de andar sobre sus propias pisadas. Ella
se envuelve con su traje azul, se maquilla con alegría y se perfuma con la
verdad. Después, su boca se abre involuntariamente, para dejar escapar una
sentencia:
“¡Ay
de aquél,
que
perteneciendo al pobre barro humano
se
atreva a tirar la primera piedra
sobre
mí!
…Serán
muertos,
vivirán
sin vida
y
por siempre apedreados”.
Magdalena llora, recoge
sus lágrimas en pequeño cofre, lo guarda en su pecho de olas níveas y
exquisitas.
Ante tanta belleza, la
loza de la taza se quiebra dejando escapar el oscuro líquido.
Por fin, ella queda
libre y exhala el aroma del viento, que suavemente besa su rostro ahora sereno.
Siete de la mañana. Mis
ojos se abren con dificultad. El aroma del café invade el ambiente, mientras
una voz vencida por el tiempo llega desde el comedor:
-La mesa está servida.
Observo el café, sin
Magdalena. Quedó sepultada en mi sueño, en la taza, en el café. Recuerdo a mi
padre. Me siento empequeñecer. Corro hasta ella, Magdalena, y la beso muchas
veces.
Autora: Rita
Coronel Del Castillo.
Del libro “Al
margen de los Abalorios”/ Chiclayo-1991.
*Extraído
de:
Antología- Intelectuales Norteñas del Siglo XX
Páginas:
101 – 102
Autor:
Agrupación de Escritoras Norteñas del
Perú
Editorial:
MPT- 1995
**Imagen
de Portada: Difusión
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