Filósofos,
poetas, escritores, seres iluminados, religiosos, buscadores espirituales e
individuos reflexivos han transitado por el universo de las interrogantes: ¿Qué
es la vida? ¿Por qué se ha nacido? ¿Cuál es la razón de la vida terrenal? ¿Cuál
es la misión personal? ¿Algunos hechos fortuitos son señales? ¿A dónde nos
conduce?... Entonces, se inicia la búsqueda de ese algo que dé significado a la
existencia…
“Silvio
en El Rosedal” de Julio Ramón
Ribeyro, escritor peruano, considerado como uno de los mejores narradores y
cuentistas del Perú y de Latinoamérica; es un cuento que captura por la
temática un poco existencial, y que nos sumerge en la mente del personaje
principal, motiva la intriga por el desenlace de su búsqueda, y acaso mueve en
el lector un diálogo intrapersonal sobre su propia realidad…
Julio
Ramón Ribeyro nació en Lima, Perú el 31 de agosto de1929 y falleció el 04 de diciembre
de 1994, en la misma ciudad. Poseedor del talento y arte de saber contar
historias, además de la sabiduría para abordar diferentes temáticas; nos dejó
esta narración, “Silvio en El Rosedal”,
y con ella, a Silvio, que es un poco
de él; un poco de quienes buscan encontrar ese algo que no saben qué es; y otro
poco de los que encuentran las respuestas, las cuales siempre son más sencillas de
lo que imaginaban.
SILVIO EN EL ROSEDAL
El
Rosedal era la hacienda más codiciada del valle de Tarma, no por su extensión,
pues apenas llegaba a las quinientas hectáreas, sino por su cercanía al pueblo,
su feracidad y su hermosura. Los ricos ganaderos tarmeños, que poseían enormes
pastizales y sembríos de papas en la alta cordillera, habían soñado siempre con
poseer ese pequeño mundo donde, aparte de un lugar de reposo y esparcimiento,
podrían hacer un establo modelo, capaz de surtir de leche a todo el vecindario.
Pero
la fatalidad se encarnizaba en sustraerles estas tierras, pues cuando su
propietario, el italiano Carlo Paternoster, decidió venderlas para instalarse
en Lima prefirió elegir a un compatriota, don Salvatore Lombardi, quien por
añadidura nunca había puesto los pies en la sierra. Lombardi fue además el
único postor que pudo pagar en líquido y al contado el precio exigido por
Paternoster. Los ganaderos serranos eran mucho más ricos y movían millones al
año, pero todo lo tenían invertido en sembríos y animales y, metidos como
estaban en el mecanismo del crédito bancario, no veían generalmente el fruto de
su fortuna más que en la forma abstracta de letras de cambio y derecho de
sobregiro.
Don
Salvatore, en cambio, había trabajado durante cuarenta años en una ferretería
limeña que con el tiempo llegó a ser suya y juntado billete sobre billete un
capital apreciable. Su ilusión era regresar algún día a Tirole, en los Alpes
italianos, comprarse una granja, demostrar a sus paisanos que había hecho plata
en América y morir en su tierra natal respetado por los lugareños y sobre todo
envidiado por su primo Luigi Cellini, que de niño le había roto la nariz de una
trompada y quitado una novia, pero nunca salió del paisaje alpino ni tuvo más
de diez vacas.
Por
desgracia, los tiempos no estaban como para regresar a Europa, donde acababa de
estallar la Segunda Guerra Mundial. Aparte de ello don Salvatore contrajo una
afección pulmonar. Su médico le aconsejó entonces que vendiera la ferretería y
buscara un lugar apacible y de buen clima donde pasar el resto de sus días. Por
amigos comunes se enteró que Paternoster vendía El Rosedal y, renunciando al
retorno a Tirole, se instaló en el fundo tarmeño, dejando a su hijo en Lima
encargado de liquidar sus negocios.
La
verdad es que por El Rosedal pasó como una nube veraniega, pues, a los tres
meses de estar allí, cuando había emprendido la refacción de la casa-hacienda,
comprado un centenar de vacas y traído de Lima muebles y hasta una máquina para
fabricar tallarines, murió atragantado por una pepa de durazno. Fue así como
Silvio, su único heredero, quedó como propietario exclusivo de El Rosedal.
A
Silvio le cayó esta propiedad como un elefante desde un quinto piso. No solo
carecía de toda disposición para administrar una hacienda lechera o administrar
cualquier cosa, sino que la idea de enterrarse en una provincia le puso la
carne de gallina. Todo lo que él había deseado de niño era tocar el violín como
un virtuoso y pasearse por el jirón de la Unión con sombrero y chaleco a
cuadros, como había visto a algunos elegantes limeños. Pero don Salvatore lo
había sacrificado por su maldita idea de regresar a Tirole y vengarse de su
primo Luigi Cellini. Tiránico y avaro, lo metió a la tienda antes de que
terminara el colegio, justo cuando murió su madre, y lo mantuvo tras el
mostrador como cualquier empleado, pero a propinas, despachando todo el día, en
mandil de tocuyo, tornillos, tenazas, plumeros y latas de pintura. No pudo así
hacer amigos, tener una novia, cultivar sus gustos más secretos, ni integrarse
a una ciudad para la cual no existía, pues para la rica colonia italiana,
metida en la banca y en la industria, era el hijo de un oscuro ferretero y para
la sociedad indígena una especie de inmigrante sin abolengo ni poder.
Sus
únicos momentos de felicidad los había conocido realmente de niño, cuando vivía
su madre, una mujer delicadísima que cantaba óperas acompañándose al piano y
que le pagó con sus ahorros un profesor de violín durante cuatro años. Luego
algunas escapadas juveniles y nocturnas por la ciudad, buscando algo que no
sabía lo que era y que por ello mismo nunca encontró y que despertaron en él
cierto gusto por la soledad, la indagación y el sueño. Pero luego vino la
rutina de la tienda, toda su juventud enterrada traficando con objetos opacos y
la abolición progresiva de sus esperanzas más íntimas, hasta hacer de él un
hombre sin iniciativa ni pasión.
Por
ello tener, a los cuarenta años, que responsabilizarse de una propiedad
agrícola y por añadidura administrar su vida le pareció excesivo. O una u otra
cosa. Lo primero que se le ocurrió fue vender la hacienda y vivir con su
producto hasta que se le acabara. Pero un resto de prudencia le aconsejó
conservar esas tierras, ponerlas en manos de un buen administrador y gozar de
su renta haciendo lo que le viniera en gana, si alguna vez le daba ganas de
hacer algo. Para ello, naturalmente, tenía que viajar a Tarma y estudiar sobre
el terreno la forma de llevar a cabo su proyecto.
La
hacienda la había visto muy de paso, cuando tuvo que venir precipitadamente de
Lima para recoger el cadáver de don Salvatore y conducirlo al cementerio de la
capital.
Pero
ahora que volvió con mayor calma quedó impresionado por la belleza de su
propiedad. Era una serie de conjuntos que surgían unos de otros y se iban
desplegando en el espacio con el rigor y la elegancia de una composición
musical.
Para
empezar, la casa. La vieja mansión colonial de dos pisos, construida en forma
de U en torno a un gran patio de tierra, tenía arcos de piedra en la planta
baja y una galería con balcón y soportales de madera en los altos, rematada por
un tejado de dos aguas. En medio del ala central se elevaba una especie de
torrecilla que culminaba en un mirador cuadrangular cubierto de tejas, construcción
extraña, que rompía un poco la unidad del recinto, pero le daba al mismo tiempo
un aire espiritual. Cuando uno entraba al patio por el enorme portón que daba a
la carretera, se sentía de inmediato abrazado por las alas laterales y aspirado
hacia una vida que no podía ser más que enigmática, recoleta y deleitosa.
Los bajos estaban destinados a la servidumbre e instalaciones y los altos, a la residencia patronal. Y ésta la componían una sucesión de alcobas espaciosas, donde Silvio identificó tres salones, un comedor, una docena de dormitorios, una vieja capilla, cocina, baño y un saldo de piezas vacías que podrían servir de biblioteca, despensa o lo que fuese. Todas las habitaciones tenían empapelados antiguos, bastante desvaídos, pero tan complicados y distintos —escenas de caza, paisajes campestres, arreglos frutales o personajes de época— que invitaban más que a la contemplación a la lectura. Y felizmente que esos cuartos conservaban su vieja mueblería, que don Salvatore no había tenido tiempo de reemplazar por sus artefactos de serie, aún encajonados en un hangar de los bajos.
Tras
la casa estaba el rosedal, que daba el nombre a la hacienda. Era un lugar
encantado, donde todas las rosas de la creación, desde un tiempo seguramente
inmemorial, florecían en el curso del año. Había rosas rojas y blancas y
amarillas y verdes y violeta, rosas salvajes y rosas civilizadas, rosas que
parecían un astro, un molusco, una tiara, la boca de una coqueta. No se sabía
quién las plantó, ni con qué criterio, ni por qué motivo, pero componían un
laberinto polícromo en el cual la vista se extasiaba y se perdía.
Contiguo
al jardín se encontraba la huerta, pocas higueras y perales, en cambio, cinco
hectáreas de durazneros. Los árboles eran bajos, pero sus ramas se vencían bajo
el peso de los frutos rosados y carnosos, cubiertos de una adorable pelusilla,
que eran una delicia para el tacto antes de ser un regalo para la boca. Ahora
comprendía Silvio cómo su padre, movido por una impulsión estética y golosa, se
había tragado uno de esos frutos con pepa y todo, pagando ese gesto con su
vida.
Y
cruzando el cerco de la huerta se penetraba en el campo abierto. Al comienzo
los alfalfares, que crecían hasta la talla de un mozo a ambas orillas del río
Acobamba, y luego las praderas de pastoreo, llanísimas, cubiertas siempre de
hierba húmeda, y como límite de la propiedad el bosque de eucaliptos, que
empezaba en la planicie y ascendía un trecho por los cerros, dejando el resto
librado a retamas, cactus y tunares.
Silvio
se felicitó de no haber obedecido a su primer impulso de vender la hacienda y,
como le gustaba tal como era, dio orden de inmediato de suspender los bastos
trabajos de refacción que había emprendido don Salvatore. Solo admitió que terminaran
de enlucir la fachada de rosa claro y que repararan cañerías, goteras,
entablados y cerraduras. Renunció además a buscar un administrador y dejó toda
la gestión en manos del viejo capataz Eleodoro Pumari, quien, gracias a su
experiencia y a su treintena de descendientes, estaba mejor que nadie
capacitado para sacarle provecho a esa heredad.
Estas
pequeñas ocupaciones lo obligaban a postergar su retorno a Lima, pero sobre
todo la idea de que en la costa estaban en pleno invierno. Nada detestaba más Silvio
que los inviernos limeños. Cuando empezaba la interminable garúa, jamás se veía
una estrella y uno tenía la impresión de vivir en el fondo de un pozo. En la
sierra en cambio era verano, lucía el sol todo el día y hacía un frío seco y
estimulante. Eso lo determinó a entablar relaciones más íntimas con sus tierras
y a ensayar las primeras con su nueva ciudad.
Los
tarmeños lo acogieron al comienzo con mucha reticencia. No solo no era del
lugar, sino que sus padres eran italianos, es decir, doblemente extranjero.
Pero al poco tiempo se dieron cuenta de que era un hombre sencillo, sano, serio
y por añadidura soltero. Esta última cualidad fue el mejor argumento para que
le abrieran las puertas de su clan. Un soltero era vulnerable y, por definición,
soluble en la sociedad regional.
El
clan lo formaban una decena de familias que poseían todas las tierras de la
provincia, con excepción de El Rosedal, que seguía siendo una isla en el mar de
su poder. A su cabeza estaba el hacendado más rico y poderoso, don Armando
Santa Lucía, alcalde de Tarma y presidente del Club Social. Fue el primero en
invitarlo a una de sus reuniones y todo el resto del clan siguió.
Silvio
aceptó esta primera invitación por cortesía y algo de curiosidad e ingresó así
paulatinamente a una ronda de comilonas, paseos y cabalgatas que se fueron
encadenando unas con otras según las leyes de la emulación y la retribución.
Todo el verano lo pasó de hacienda en hacienda y de convite en convite. Algunas
de estas reuniones duraban días, se convertían en verdaderas fiestas ambulantes
y conglomerantes, a las que iba adhiriendo de paso nuevas comparsas. Silvio
recordaba haber cenado un domingo en casa de Armando Santa Lucía con cinco
terratenientes y haber terminado la reunión un jueves, cerca de la provincia de
Ayacucho, desayunando con una cuarentena de hacendados.
Como
no era afecto a la bebida y parco en el comer, rehusó varias de estas
invitaciones con el propósito de romper la cadena, pero había empezado la época
de las lluvias, las reuniones asumieron un aspecto más familiar y soportable,
limitándose a cenas y bailes en las residencias de Tarma. Si el verano era la
época de las correrías varoniles, el invierno era el imperio de la mujer.
Silvio se dio cuenta que estaba circunscrito por solteronas, primas, hijas,
sobrinas o ahijadas de hacendados, feísimas todas, que le hacían descaradamente
la corte. Esas familias serranas eran inagotables y en cada una de ellas había
siempre un lote de mujeres en reserva, que ponían oportunamente en circulación
con propósitos más bien equívocos. Silvio tenía demasiado presente la imagen de
su madre y su ideal de belleza femenina era muy refinado para ceder a la
tentación y así poco a poco fue abandonando estas frecuentaciones para
recluirse estoicamente en su hacienda.
Y
en ésta cada día se sentía mejor, al punto que siguió postergando su retorno a
Lima, donde, en realidad, no tenía nada que hacer. Le encantaba pasear bajo las
arcadas de piedra, comer un durazno al pie del árbol, observar como los Pumari
ordeñaban las vacas, hojear viejos periódicos como si hicieran referencia a un
mundo inexistente, pero sobre todo caminar por el rosedal. Rara vez arrancaba
una flor, pero las aspiraba e iba identificando en cada perfume una especie
diferente. Cada vez que abandonaba el jardín, tenía el deseo inmediato de
regresar a él, como si hubiera olvidado algo. Varias veces lo hizo, pero
siempre se retiraba con la impresión de un paseo imperfecto.
Así
pasaron algunos años. Silvio estaba ya plenamente instalado en la vida
campestre. Había engordado un poco y tenía la tendencia a quitarse rara vez el
saco de pijama. Sus andares por la hacienda se fueron limitando al claustro y
el rosedal y finalmente le ocurrió no salir durante días de la galería de los
altos e incluso de su dormitorio, donde se hacía servir la comida y convocaba a
su capataz. A Tarma hacía expediciones mínimas, por asuntos extremadamente
urgentes, al extremo que los hacendados dejaron de invitarlo y corrieron
rumores acerca de su equilibrio mental o de su virilidad.
Dos
o tres veces viajó a Lima, generalmente para asistir a un concierto o comprar
algún útil para la hacienda y siempre retornó cumplida su tarea. Cada vez que
volvía, reanudaba sus paseos, reconociendo en cada lugar los clichés guardados
por su memoria, pero no obtenía de ello el antiguo goce. Una mañana que se
afeitaba creyó notar el origen de su malestar: estaba envejeciendo en una casa
baldía, solitario, sin haber hecho realmente nada, aparte de durar. La vida no
podía ser esa cosa que se nos imponía y que uno asumía como un arriendo, sin
protestar. Pero ¿qué podía ser? En vano miró a su alrededor, buscando un
indicio. Todo seguía en su lugar. Y sin embargo debía haber una contraseña,
algo que permitiera quebrar la barrera de la rutina y la indolencia y acceder
al fin al conocimiento, a la verdadera realidad. ¡Efímera inquietud! Terminó de
afeitarse tranquilamente y encontró su tez fresca, a pesar de los años, si bien
en el fondo de sus ojos creyó notar una lucecita inquieta, implorante.
Una
tarde que se aburría demasiado cogió sus prismáticos de teatro y resolvió hacer
lo único que nunca había hecho: escalar los cerros de la hacienda. Estos
quedaban al final de las praderas y estaban cubiertos en la falda baja por el
bosque de eucaliptos. Bordeando el río cruzó los alfalfares y pastizales, luego
el bosque y emprendió la ascensión bajo el sol abrasador. La pendiente del
cerro era más empinada de lo que había previsto y estaba plagada de cactus,
magueyes y tunares, plantas hoscas y guerreras, que oponían a su paso una
muralla de espinas. La constitución del suelo era más bien rocosa y repelente.
A la media hora estaba extenuado, tenía las manos hinchadas y los zapatos rotos
y aún no llegaba a la cresta. Haciendo un esfuerzo prosiguió hasta que llegó a
la cima. Se trataba naturalmente de una primera cumbre, pues el cerro, luego de
un corto declive, proseguía ascendiendo hacia el cielo azul. Silvio se moría de
sed, maldijo por no haber traído una cantimplora con agua y, renunciando a
continuar la escalada, se sentó en una roca para contemplar el panorama. Estaba
lo suficientemente alto como para ver a sus pies la totalidad de la hacienda y
detrás, pero muy lejanos, los tejados de Tarma. Al lado opuesto se distinguían
los picos de la cordillera oriental que separaban la sierra de la floresta.
Silvio
aspiró profundamente el aire impoluto de la altura, comprobó que la hacienda
tenía la forma de un triángulo cuyo ángulo más agudo lo formaba la casa y que
se iba desplegando como un abanico hacia el interior. Con sus prismáticos
observó las praderas, donde espaciadamente pastaban las vacas, la huerta, la
casa y, finalmente, el rosedal. Los prismáticos no eran muy poderosos, pero le
permitieron distinguir como una borrosa tapicería coloreada, en la cual ciertas
figuras tendían a repetirse. Vio círculos, luego rectángulos, en seguida otros
círculos y todo dispuesto con tal precisión que, quitándose los binoculares
trató de tener del jardín una visión de conjunto, pero estaba demasiado lejos y
a simple vista no veía más que una mancha polícroma. Ajustándose nuevamente los
prismáticos prosiguió su observación: las figuras estaban allí, pero las veía
parcialmente y por series sucesivas y desde un ángulo que no le permitía
reconstituir la totalidad del dibujo. Era realmente extraño, nunca imaginó que
en ese abigarrado rosedal existiera en verdad un orden. Cuando se repuso de su
fatiga, guardó los prismáticos y emprendió el retorno.
En
los días siguientes hizo un corto viaje a Lima para asistir a una
representación de Aída por un
conjunto de ópera italiano. Luego intentó divertirse un poco, pero en la costa
se estaba en invierno, lloviznaba, la gente andaba con bufanda y tosía, la
ciudad parecía haber cerrado sus puertas a los intrusos, se aburrió una vez
más, añoró su vida eremítica en la hacienda y bruscamente retornó a El Rosedal.
Al
entrar al patio de la hacienda se sintió turbado por la presencia de la
torrecilla del ala central, tomó claramente conciencia del carácter aberrante
de ese minarete, al cual además nunca había subido a causa de sus escalones
apolillados. Estaba fuera de lugar, no cumplía ninguna función, al primer
temblor se iba a venir abajo, tal vez alguna vez sirvió para otear el horizonte
en busca del invisible enemigo. Pero tal vez tenía otro objeto, quien ordenó su
construcción debía perseguir un fin preciso. Y claro, cómo no lo había pensado
antes, sólo podía servir de lugar privilegiado para observar una sola cosa: el
rosedal.
De
inmediato ordenó a uno de los hijos de Pumari que reparara la escalera y se las
ingeniara como fuese para poder llegar al observatorio. Como era ya tarde,
Calixto tuvo que trabajar parte de la noche reemplazando peldaños, anudando
cuerdas, clavando garfios, de modo que a la mañana siguiente la vía estaba
expedita y Silvio pudo emprender la ascensión.
No
tuvo ojos más que para el rosedal, todo el resto no existía para él y pudo así
comprobar lo que viera desde el cerro: los macizos de rosas, que, vistos del
suelo, parecían crecer arbitrariamente, componían una sucesión de figuras.
Silvio distinguió claramente un círculo, un rectángulo, dos círculos más, otro
rectángulo, dos círculos finales. ¿Qué podía significar eso? ¿Quién había
dispuesto que las rosas se plantaran así? Retuvo el dibujo en su mente y al
descender los reprodujo sobre un papel. Durante largas horas estudió esta
figura simple y asimétrica, sin encontrarle ningún sentido. Hasta que al fin se
dio cuenta, no se trataba de un dibujo ornamental sino de una clave, de un
signo que remitía a otro signo: el alfabeto Morse. Los círculos eran los puntos
y los rectángulos, las rayas. En vano buscó en casa un diccionario o libro que
pudiera ilustrarlo. El viejo Paternoster sólo había dejado tratados de
veterinaria y fruticultura.
A
la mañana siguiente tomó la carreta que llevaba la leche al pueblo y buscó
inútilmente en la única librería de Tarma el texto iluminador. No le quedó más
remedio que ir al correo para consultar con el telegrafista. Éste se encontraba
ocupadísimo, era hora de congestión y prometió enviarle al día siguiente la
clave Morse con el lechero.
Nunca
esperó Silvio con tanta ansiedad un mensaje. La carreta del lechero regresaba
en general al mediodía, pero Silvio estuvo desde mucho antes en el portón de la
hacienda, mirando la carretera. Apenas sintió en la curva el traqueteo de las
ruedas, se precipitó para coger el papel de manos de Esteban Pumari. Estaba en
un sobre y, llegando a su dormitorio lo desgarró. Cogiendo el papel y lápiz
convirtió los puntos y rayas en letras y se encontró con la palabra RES.
Pequeña
palabra que lo dejó confuso. ¿Qué cosa era una res? Un animal, sin duda, un
vacuno, como los que abundan en la hacienda. Claro, el propietario original de
ese fundo, un ganadero fanático, había querido sin duda perpetuar en el jardín
el nombre de la especie animal que albergaba sus tierras y de la cual dependía
su fortuna: res, fuera vaca, toro o ternera.
Silvio
tiró la clave sobre la mesa, decepcionado. Y tuvo verdaderamente ganas de reír.
Y se rió, pero sin alegría, descubriendo que en el empapelado de su dormitorio
había, aparte de naturalezas muertas, arreglos florales. RES. Algo más debía
expresar esa palabra. Naturalmente, en latín, según recordó, RES quería decir “cosa”.
Pero ¿qué era una cosa? Una cosa era todo. Silvio trató de indagar más, de
escabullirse hasta el fondo de esta palabra, pero no vio nada y vio todo, desde
una medusa hasta las torres de la catedral de Lima. Todo era una cosa, pero de
nada le servía saberlo. Por donde la mirara, esta palabra lo remitía a la suma
infinita de todo lo que contenía el universo. Aún se interrogó un momento, pero
fatigado de la esterilidad de su pesquisa, decidió olvidarse del asunto. Se
había embarcado sin duda por un mal camino.
Pero
en mitad de la noche se despertó y se dio cuenta de que había estado soñando
con su ascensión a la torre, con el rosedal en dibujo. Su mente no había dejado
de trabajar. En su visión interior perduraba, escrita en el jardín y en el
papel, la palabra RES. ¿Y si le daba la vuelta? Invirtiendo el orden de las
letras logró la palabra SER. Silvio encendió una lámpara, corrió a la mesa y
escribió con grandes letras SER. Este hallazgo lo llenó de júbilo, pero al poco
rato comprobó que SER era una palabra tan vaga y extensa como COSA y muchísimo
más que RES. ¿Ser qué, además? SER era todo. ¿Cómo tomar esta palabra, por otra
parte, como sustantivo o como verbo infinitivo? Durante un rato se rompió la
cabeza. Si era un sustantivo tenía el mismo significado infinito y por lo tanto
inútil que COSA. Si era un verbo infinitivo carecía de complemento, pues no
indicaba lo que era necesario ser. Esta vez sí se hundió profundamente en un
sueño desencantado.
En
los días siguientes bajó a menudo a Tarma en las tardes, sin un motivo preciso,
daba una vuelta por la plaza, entraba a una tienda o se metía al cine. Los
nativos, sorprendidos por esta reaparición, después de tantos meses de
encierro, lo acogieron con simpatía. Lo notaron más sociable y aparentemente
con ganas de divertirse. Aceptó incluso asistir a un gran baile que don Armando
Santa Lucía daba en su residencia, pues había ganado el premio al mejor
productor de papas de la región. Como siempre Silvio encontró en esta reunión a
lo mejor de la sociedad tarmeña y a la más escogida gente de paso, así como a
las solteronas de los años pasados que, más secas y arrugaditas, habían
alcanzado ese grado crepuscular de madurez que presagiaba su pronto hundimiento
en la desesperación. Silvio se entretuvo conversando con los hacendados,
escuchando sus consejos para renovar su ganado y mejorar su servicio de
distribución de leche, pero cuando empezó el baile una idea artera le pasó por
la mente, una idea que surgió como un petardo del trasfondo de su ser y lo
cegó: no era una palabra lo que se escondía en el jardín, era una sigla.
Sin
que nadie comprendiera por qué, abandonó súbitamente la reunión y tomó la última
camioneta que iba a la montaña y que podía dejarlo de paso en la puerta de su
hacienda. Apenas llegó, se acomodó frente a su mesa y escribió una vez más la
palabra RES. Como no se le ocurría nada la invirtió y escribió SER. De
inmediato se le apareció la frase Soy Excesivamente Rico, pero se trataba
evidentemente de una formulación falsa. No era un hombre rico, ni mucho menos
excesivamente. La hacienda le permitía vivir porque era solo y frugal. Volvió a examinar las letras y compuso
Serás Enterrado Rápido, lo que no dejó de estremecerlo, a pesar de que le
pareció una profecía infundada. Pero otras frases fueron desalojando a la
anterior: Sábado Entrante Reparar, ¿reparar qué? Sólo Ensayando Regresarás,
¿adónde? Sócrates Envejeciendo Rejuveneció, lo que era una fórmula estúpida y
contradictoria. Sirio Engendró Rocío, frase dudosamente poética y además
equívoca, pues no sabía si se trataba de la estrella o de un habitante de
Siria. Las frases que se podían componer a partir de estas letras eran
infinitas. Silvio llenó varias páginas de su cuaderno, llegando a fórmulas tan
enigmáticas y disparatadas como Sálvate Enfrentando Río, Sucediole Encontrar
Rupia o Sóbate Encarnizadamente Rodilla, lo que a la postre significaba
reemplazar una clave por otra.
Sin
duda se había embarcado en un viaje sin destino. Aún por tenacidad ensayó otras
frases. Todas lo remitían a la incongruencia.
Durante
meses se abandonó a ese simulacro de la felicidad que es la rutina. Se
levantaba tarde, tomaba varios cafés acompañados de su respectivo cigarro, daba
una vuelta por las arcadas, impartía órdenes a los Pumari, bajaba de cuando en
cuando a Tarma por asuntos fútiles y cuando realmente se aburría iba a Lima,
donde se aburría más. Como seguía sin conocer a nadie en la capital, vagaba por
las calles céntricas entre miles de transeúntes atareados, compraba tonterías
en las tiendas, se pagaba una buena comida, se atrevía a veces a ir a un cabaré
y rara vez a fornicar con una pelandusca, de donde salía siempre insatisfecho y
desplumado. Y regresaba a Tarma con el vacío en el alma, para deambular por sus
tierras, aspirar una rosa, gustar un durazno, hojear viejos periódicos y
aguardar ansioso que llegaran las sombras y acarrearan para siempre los
escombros del día malgastado.
Una
mañana que paseaba por el rosedal se encontró con Felícito Pumari, que se
encargaba del jardín, y le preguntó qué modo seguía para mantenerlo
floreciente, cómo regaba, dónde plantaba, qué rosales sembraba, cuándo y por
qué. El muchacho le dijo simplemente que él se limitaba a reponer y resembrar
las plantas que iban muriendo. Y siempre había sido así. Su padre le había
enseñado y a su padre su padre.
Silvio
creyó encontrar en esta respuesta un estímulo: había un orden que se respetaba,
el mensaje era transmitido, nadie se atrevía a una transgresión, la tradición
se perpetuaba. Por ello volvió a inclinarse sobre sus claves, comenzando por el
comienzo, y se esforzó por encontrarles si no una explicación por lo menos una
aplicación.
RES
era una palabra clarísima y no necesitaba de ningún comentario. E impulsado por
la naturaleza de su fundo y los consejos de los hacendados se dedicó a
incrementar su ganado, adquirió sementales caros y vacas finas y luego de
sapientes cruces mejoró notablemente el rendimiento de sus reses. La producción
de leche aumentó en un ciento por ciento, tuvo necesidad de nuevas carretas
para el reparto y el renombre de su establo ganó toda la región. Al cabo de un
tiempo, sin embargo, la hacienda llegó a su rendimiento óptimo y se estancó. Al
igual que el ánimo de Silvio, que no encontraba mayor placer en haber logrado
una explotación modelo. Su esfuerzo le había dado un poco más de beneficios y
de prestigio, pero eso era todo. Él seguía siendo un solterón caduco, que había
enterrado temprano una vocación musical y seguía preguntándose para qué
demonios había venido al mundo. Abandonó entonces sus cruces bovinos y dejó de
supervigilar la marcha del establo. Por pura ociosidad se había dejado crecer
una barba rojiza y descuidada. Por la misma razón volvió a interesarse por su
clave, que seguía indescifrable sobre su mesa. RES = COSA.
COSA.
Muy bien. Se trataba tal vez de adquirir muchas cosas. Hizo entonces una lista
de las que le faltaban y se dio cuenta que le faltaba todo. Un avión, por
ejemplo, un caballo de carrera, un mayordomo hindú, una corbata con puntitos
rojos, una lupa y así indefinidamente. Otra vez se encontraba enfrentado al
infinito. Decidió entonces que lo que debía hacer era la lista de las cosas que
tenía y empezó por su dormitorio: una cama, una mesa de noche, dos sábanas, dos
frazadas, tres lámparas, un ropero, pero apenas había llenado algunas hojas de
su cuaderno se encontró con problemas insolubles: las figuras del empapelado,
por ejemplo, ¿eran una o varias cosas? ¿Tenía que anotar y describir una por
una? Y si salía a la huerta, ¿tenía que contar los árboles y más aún los
duraznos y peor todavía las hojas? Era una estupidez, pero también por ese lado
lo cercaba el infinito. Pensó incluso que si no poseyera sino su cuerpo hubiera
pasado años contando cada poro, cada vello y catalogando estas cosas, puesto
que le pertenecían. Es así que tirando su inventario al aire examinó nuevamente
su fórmula e invirtiéndola se acodó frente a la palabra SER.
Y esta vez le resultó luminosa. SER era no solamente un verbo en infinitivo sino una orden. Lo que él debía hacer era justamente SER. Se interrogó entonces sobre lo que debía ser y en todo caso descubrió que lo que nunca debía haber sido era lo que en ese momento estaba siendo: un pobre idiota rodeado de vacas y eucaliptos, que se pasaba días íntegros encerrado en una casa baldía combinando letras en un cuaderno. Algunos proyectos de SER le pasaron por la cabeza. SER uno de esos dandis que se paseaban por el jirón de la Unión diciéndoles piropos a las guapas. SER un excelente lanzador de jabalina y ganar aunque sea por unos centímetros a esa especie de caballo que había en el colegio y que arrojaba cualquier objeto, fuera redondo, chato o puntiagudo, a mayor distancia que nadie. O SER, ¿por qué no?, lo que siempre había querido ser, un violinista como Jascha Heifetz, por ejemplo, cuya foto vio muchas veces de niño en la revista Life, tocando su instrumento con los ojos cerrados, ante una orquesta vestida de impecable smoking y un auditorio arrebatado.
La
idea no le pareció mala y desenterrando su instrumento lo sacó de su funda y
reinició los ejercicios de su niñez. A esta tarea se aplicó con un rigor que lo
sorprendió. En un par de meses, a razón de cinco o seis horas diarias, alcanzó
una habilísima digitación y meses después ejecutaba ya solos y sonatas con una
rara virtuosidad. Pero como había llegado a un tope tuvo necesidad de un
profesor. La posibilidad de tener que viajar para ello a Lima lo desanimó.
Felizmente, como a veces ocurre en la provincia, había un violinista oscuro,
que tocaba en misas, entierros y matrimonios y que era músico y ejecutante
genial, a quien el hecho de medir un metro treinta de estatura y haber vivido
siempre en un pueblo serrano lo habían sustraído a la admiración universal.
Rómulo Cárdenas se entusiasmó con la idea de darle clases y sobre todo vio en
ello la posibilidad de realizar el sueño de toda su vida, incumplido hasta
entonces, pues era el único violinista de Tarma: tocar alguna vez el concierto
para dos violines de Johann Sebastian Bach.
Pero
allí estaba Silvio Lombardi. Durante semanas Rómulo vino todos los días a El
Rosedal y ambos, encerrados en la antigua capilla, trabajaron encarnizadamente
y lograron poner a punto el concierto soñado. Los Pumari no podían entender
cómo este par de señores se olvidaban hasta de comer para frotar un arco contra
unas cuerdas produciendo un sonido que, para ellos, no los hacía vibrar como un
huaino.
Silvio
pensó que ya era tiempo de pasar de la clandestinidad a la severidad y tomó una
determinación: dar un concierto con Cárdenas. E invitar a El Rosedal a los
notables de Tarma, para retribuirles así todas sus atenciones. Hizo imprimir
las tarjetas con quince días de anticipación y las distribuyó entre hacendados,
funcionarios y gente de paso. Paulo Pumari repintó la vieja capilla, colocó
bancas y sillas y convirtió la vetusta habitación en un auditorio ideal.
Los
hacendados tarmeños recibieron la invitación perplejos. ¡Lombardi invitaba a El
Rosedal y para escucharlo tocar el violín a dúo con ese enano de Cárdenas! No
se decía en la invitación si habría luego comida o baile. Muchos tiraron la
tarjeta a la papelera, pensando luego decir que no la habían recibido, pero
algunos se constituyeron el sábado en la hacienda de Silvio. Era una ocasión
para echar una mirada a esa tierra evasiva y ver cómo vivía el italiano.
Silvio
había preparado una cena para cien personas, pero sólo vinieron doce. La gran
mesa que había hecho armar bajo las arcadas tuvo que ser desmontada y
terminaron todos en el comedor de diario, en los altos de la casa. Después del
café fueron a la capilla y se dio el concierto. Mientras ejecutaban la
partitura Silvio comprobó de reojo que sólo había once personas y nunca pudo
descubrir quién era el duodécimo que se escapó o que se quedó en el comedor
tomándose un trago más o repitiendo el postre. Pero el concierto fue
inolvidable. Sin el socorro de una orquesta, Silvio y Rómulo se sobrepasaron,
curvado cada cual sobre su instrumento crearon en esos momentos una estructura
sonora que el viento se llevó para siempre, perdiéndose en las galaxias
infinitas. Los invitados aplaudieron al final sin ningún entusiasmo. Era
evidente que les había pasado por las narices un hecho artístico de valor
universal sin que se diesen cuenta. Más tarde, con los tragos, felicitaron a
los músicos con frases hiperbólicas, pero no habían escuchado nada, Johann
Sebastian Bach pasó por allí sin que le vieran el más pequeño de sus rizos.
Silvio
siguió viendo a Cárdenas y ejecutando con él en la capilla, bajo las arcadas y
aun en pleno rosedal, solitarios conciertos, verdaderos incunables del arte
musical sin otros testigos que las palomas y las estrellas. Pero poco a poco
fue distanciándose de su colega, terminó por no invitarlo más y refundió su
violín en el fondo del armario. Lo hizo sin júbilo, pero también sin amargura,
sabiendo que durante esos días de inspirada creación había sido algo, tal vez
efímeramente, una voz que se perdió en los espacios siderales y que, como la
luz, acabó por hundirse en el reino de las sombras. Por entonces se le cayó un
incisivo y al poco tiempo otro y por flojera, por desidia, no se los hizo
reponer. Una mañana se dio cuenta de que la mitad derecha de su cabeza estaba
cubierta de canas. La mayor parte de los vidrios de la galería estaban
quebrados. En las arcadas descubrió durante un paseo peroles con leche podrida.
¿Por qué, Dios mío, donde pusiera la mirada, veía instaurarse la descomposición,
el apolillamiento y la ruina?
Un
paquete que recibió de Lima lo sacó un momento de sus cavilaciones. En su época
de furioso criptógrafo había encargado una serie de libros y sólo ahora le
llegaban: diccionarios, gramáticas, manuales de enseñanza de lenguas. Lo revisó
someramente hasta que descubrió algo que lo dejó atónito: RES quería decir en
catalán “nada”. Durante varios días vivió secuestrado por esta palabra. Vivía
en su interior escrutándola por todos lados, sin encontrar en ella más que lo
evidente: la negación del ser, la vacuidad, la ausencia. Triste cosecha para
tanto esfuerzo, pues él ya sabía que nada era él, nada el rosedal, nada sus
tierras, nada el mundo. A pesar de esta certeza siguió abocado a sus tareas
habituales, en las que ponía un empeño heroico, comer, vestirse, dormir,
lavarse, ir al pueblo, durar en suma y era como tener que leer todos los días
la misma página de un libro pésimamente escrito y desprovisto de toda amenidad.
Hasta
que un día leyó, literalmente, una página diferente. Era una carta que le llegó
de Italia: su prima Rosa le comunicaba la muerte de su padre, don Luigi
Cellini, el lejano tío que don Salvatore había detestado tanto. Rosa había
quedado en la miseria, con una hija menor, pues su marido, un tal Lucas
Settembrini, había fugado del hogar años antes. Le pedía a Silvio que la
recibiera en la hacienda, ocuparía el menor espacio posible y se encargaría del
trabajo que fuese.
Si
el viejo Salvatore no estuviese ya muerto, hubiera reventado de rabia al leer
esta carta. Así pues se había roto el alma durante cuarenta años para que al
final su propiedad albergara y mantuviera a la familia del abusivo Luigi. Pero
no fueron estas consideraciones lo que movieron a Silvio a dilatar su
respuesta, sino la aprensión que le producía tener parientes metidos en la
casa. Adiós sus hábitos de solterón, tendría que afeitarse, quitarse el saco de
pijama, comer con buenos modales, etc. Como no sabía qué buen pretexto invocar
para denegar el pedido de su prima, decidió mentir y decirle que iba a vender
la hacienda para emprender un largo viaje alrededor del mundo que culminaría,
según le pareció un buen remate para su embuste, en un monasterio de Oriente,
dedicado a la meditación.
Cuando
resolvió escribir su respuesta, cogió la carta de la prima para buscar la
dirección y la releyó. Y sólo al final de la misiva notó algo que lo dejó
vibrando, en una difusa ensoñación: su prima firmaba Rosa Eleonora Settembrini.
¿Qué había en esta firma de particular? No tuvo necesidad de romperse la
cabeza. Las iniciales de ese nombre formaban la palabra RES.
Silvio
quedó indeciso, apabullado, sin saber si debía dar crédito a este
descubrimiento y llevar su indagación adelante. ¿Estaría al fin en posesión del
verdadero sentido de la clave? ¡Tantas búsquedas había emprendido, seguidas de
tantas decepciones! Al fin decidió someterse una vez más a los designios del
azar y contestó la carta afirmativamente, enviando además, como pedía su prima,
el dinero para los pasajes.
Las
Settembrini llegaron a Tarma al cabo de tres meses, pues por economía habían
viajado en un barco caletero que se detuvo en todos los puertos del mundo.
Silvio había hecho arreglar para ellas dos dormitorios en un ala apartada de
los altos. Ambas aparecieron en El Rosedal sin previo aviso; en la camioneta
del mecánico Lavander, que excepcionalmente hacía de taxi. Silvio aguardaba el
atardecer en una perezosa de la galería y se acariciaba la barba rojiza
atormentado por uno de los tantos problemas que le ofrecía su vida insípida:
¿debía o no venderle uno de sus sementales a don Armando Santa Lucía? Apenas
ellas atravesaron el portón y se detuvieron en el patio de tierra, seguidas por
Lavander que cargaba las maletas, Silvio se puso de pie movido por un invencible
impulso y tuvo que apoyarse en la baranda de madera para no caer.
No
era su prima ni por supuesto Lavander lo que lo sacudieron, sino la visión de
su sobrina que, apartada un poco del resto, observaba admirativa la vieja
mansión, con la cabeza inclinada hacia un lado: esa tierra secreta, ese reino
decrépito y desgobernado, recibía al fin la visita de su princesa. Esa figura
no podía proceder más que de un orden celestial, donde toda copia y toda
impostura eran imposibles.
Roxana
debía tener quince años. Silvio comprobó maravillado que su italiano, que no
hablaba desde que murió su madre, funcionaba a la perfección, como si desde
entonces hubiera estado en reserva, destinado a convertirse, por las
circunstancias, en una lengua sagrada. Su prima Rosa, contra su promesa, ocupó
desde el comienzo toda la casa y toda la hacienda. Avinagrada y envejecida por
la pobreza y el abandono de su marido, se dio cuenta de que El Rosedal era más
grande que el pueblo de Tirole, que alguien podía tener más de cien vacas y se
aplicó al gobierno del fundo con una pasión vindicativa. Una de las primeras
cosas que ordenó, puesto que Silvio formaba parte de la hacienda, fue que
reparara su dentadura, así como hizo reponer todos los vidrios rotos de la
galería. Silvio no volvió a ver más camisas sucias tiradas por el suelo,
porongos con leche podrida en los pasillos, ni cerros de duraznos comidos por
los moscardones al pie de los frutales. El Rosedal comenzó a fabricar quesos y
mermeladas y, saliendo de su estacionamiento, entró en una nueva era de
prosperidad.
Roxana
había cumplido los quince años en el barco que la trajo y parecía que los
seguía cumpliendo y que nunca dejaría de cumplirlos. Silvio detestaba la noche
y el sueño, porque sabía que era tiempo sustraído a la contemplación de su
sobrina. Desde que abría los ojos estaba ya de pie, rogándole a Etelvina Pumari
que trajera la leche más blanca, los huevos más frescos, el pan más tibio y la
miel más dulce para el desayuno de Roxana. Cuando en las mañanas hacía con ella
el habitual paseo por la huerta, ingresaba al dominio de lo inefable. Todo lo
que ella tocaba resplandecía, su más pequeña palabra devenía memorable, sus
viejos vestidos eran las joyas de la Corona, por donde pasaba quedaban las
huellas de un hecho insólito y el perfume de una visita de la divinidad.
El
embeleso de Silvio se redobló cuando descubrió que Roxana tenía por segundo
nombre Elena y que, apellidándose Settembrini, reaparecía en sus iniciales la
palabra RES, pero cargada ahora de cuánto significado. Todo se volvía
clarísimo, sus desvelos estaban recompensados, había al fin descifrado el
enigma del jardín. De puro gozo ejecutó una noche para Roxana todo el concierto
para violín de Beethoven, sin comerse una sola nota, se esmeró en montar bien a
caballo, se tiñó de negro la parte derecha de su pelambre y se aprendió de
memoria los poemas más largos de Rubén Darío, mientras Rosa se incrustaba cada
vez más en la intendencia de la hacienda, secundada por la tribu desconcertada de
los Pumari, y dejaba que su primo se deleitara en la educación de su hija.
Silvio
había concebido planes grandiosos: fundar y financiar una universidad en Tarma,
con una pléyade de profesores ricamente pagados, para que Roxana pudiera hacer
sus estudios como alumna única; enviar sus medidas a costureros de París para
que regularmente le expidieran los modelos más preciosos; contratar un cocinero
de renombre ecuménico con la misión de inventar cada día un plato nuevo para su
sobrina; invitar al Papa en cada efeméride religiosa para que celebrara la misa
en la capilla de la hacienda. Pero naturalmente que tuvo que reajustar estos
planes a la modestia de sus recursos y se limitó a ponerle una profesora de
español y otra de canto, hacerle sus trajes con una solterona del lugar y
obligar a Basilia Pumari a que se pusiese delantal y toca al servir, lo que
arruinó su belleza nativa y la convirtió en un mamarracho colosal.
Este
periodo de beatitud empezó en un momento a enmohecerse. Silvio notó que Roxana
disimulaba a veces un bostezo tras su mano cuando él hablaba o que el foco de
su mirada estaba situado en un punto que no coincidía con su presencia. Silvio
le había narrado ya diez veces su infancia y su juventud, adornándolas con la
imaginación de un cuentista persa, y le había ejecutado en interminables
veladas toda la música para violín que se había escrito desde el Renacimiento.
Roxana, por su parte, conocía ya de memoria toda la hacienda, no había alcoba
en la cual no hubiera introducido su grácil y curiosa naturaleza, era incapaz
de extraviarse en el laberinto del jardín, para cada árbol de la huerta tenía
una mirada de reconocimiento, todos los meandros del río conservaban la huella
de sus pisadas y los eucaliptos del bosque la habían adoptado como su deidad.
Pero
había algo que Roxana ignoraba: la palabra escondida en el rosedal. Silvio no
le había hablado nunca de esto, pues era su más preciado secreto y quien
quisiese descubrirlo tenía, como él, que pasar por todas las pruebas de una iniciación.
Pero como Roxana tendía cada vez más a distraerse y su espíritu se escapaba a
menudo de los límites de la heredad, decidió recobrar su atención poniéndola
sobre la pista de este enigma. Le dijo así un día que en la hacienda había algo
que ella nunca encontraría. Picada su curiosidad, Roxana reanudó sus andares
por la hacienda, en busca de lo oculto. Silvio no le había dado mayores
indicios y ella no sabía en consecuencia si se trataba de un tesoro, de un
animal sagrado o de un árbol de la Sabiduría. En sus recorridos parecía que iba
encendiendo las luces de habitaciones invisibles y Silvio tras ella, sombrío,
apagándolas.
Como
al cabo de un tiempo no descubría nada, se irritó, exigió más detalles y como
Silvio rehusó dárselos se molestó diciéndole que era malo y que ya no lo
quería. Silvio quedó muy afligido, sin saber qué partido tomar. Fue entonces
cuando Rosa salió de la sombra y le dio el golpe de gracia.
Rosa
había puesto ya orden en la hacienda y dado por concluida la primera etapa de
su misión. Esa codiciada propiedad, más floreciente que nunca, les pertenecería
de pleno derecho cuando Silvio desapareciera. Pero había otras propiedades más
grandes en Tarma. En sus frecuentes viajes a la ciudad había tenido ocasión de
informarse e incluso de visitar fundos con miles de cabezas de ganado. Para
acceder a ellos tenía un instrumento irreemplazable: Roxana.
Inversamente,
los ganaderos tarmeños habían intuido que la presencia de esa niña era tal vez
la ocasión soñada para entrar al fin en posesión de El Rosedal. Roxana nunca
había puesto los pies en Tarma, cautiva como la había tenido el encanto de la
hacienda y los cuidados de Silvio, pero se sabía de ella y de su belleza por
los decires de sus profesoras.
De
este modo, intereses contrarios pero convergentes se pusieron simultáneamente
en marcha, con fines mezquinamente nupciales, que implicaban a la postre la
sustracción de Roxana al imperio de su tío.
Todo
coincidió con la feria de Santa Ana y con el aniversario de Roxana, que cumplía
dieciséis años. Rosa dijo que ya era tiempo de que esa niña frecuentara un poco
de mundo, al mismo tiempo que una delegación de hacendados vino a El Rosedal
para rogarle a Silvio que fuera mayordomo de la feria. Esto último era más que
un honor una dignidad, perseguida por todos los señores, pero que implicaba en
contrapartida la organización de grandes y costosos festejos en los que
participaba toda la comunidad.
Silvio
se dijo por qué no, quizás la solución era que Roxana se distrajera, eso le
volvería el resplandor que día a día iba perdiendo y tal vez el júbilo de vivir
en El Rosedal.
Decidió
entonces reunir el aniversario de su sobrina y la feria en una gran fiesta, en
cuyo preparativo se abocó durante un mes como si fuese el hecho más importante
de su vida. Hizo aplanar y arreglar el patio de la hacienda, repintar
nuevamente la fachada, colocar maceteros con flores en las arcadas, adornar con
faroles la galería y limpiar los senderos del jardín y la huerta de pétalos y
frutos caídos. Aparte de ello contrató artificieros chinos para el castillo de
fuego, un elenco de bailarines de Acobamba, otro de músicos de Huancayo y un
equipo de maestros de la pachamanca para que cocieran bajo tierra reses,
puercos, carneros, gallinas, cuyes y palomas, aparte de todas las legumbres y
hortalizas del valle. En cuanto al bar, dio carta blanca al hotel Bolívar de
Tarma para que surtiera la reunión de todas las bebidas regionales y
extranjeras.
La
fiesta pasó a los anales de la provincia. Desde antes del mediodía empezaron a
llegar los invitados por los cuatro caminos del mundo. Algunos vinieron en
automóvil, pero la mayor parte en caballos ricamente enjaezados, con arneses y
estribos de plata repujada. Los hombres llevaban el traje tradicional: botas de
becerro, pantalón de montar de pana, chaqueta de cuero o paño, pañuelo anudado
al cuello, sombrero de fieltro y poncho terciado al hombro, esos ponchos de
vicuña tan finamente tejidos que pasaban íntegros por un aro de matrimonio. Las
mujeres se habían dividido entre amazonas y ciudadanas, según fueran esposas de
hacendados o de funcionarios. Serían en total unas quinientas personas, pues
Silvio había invitado a propietarios de lugares tan lejanos como Jauja, Junín o
Chanchamayo. Y de estas quinientas personas casi la mitad eran hijos de los
hacendados. No se sabía de dónde habían salido tantos. Vestidos al igual que
sus padres, pero en colores más vivos, casi todos en briosas cabalgaduras,
formaron de inmediato como un bullicioso corral de arrogantes gallitos, cada
cual más apuesto y lucido que el otro.
Todo
se desarrolló de acuerdo con lo previsto, salvo el instante en que Roxana se
hizo presente, y abrió una grieta de silencio y de estupor en la farándula.
Rosa había imaginado una puesta en escena teatral: alfombrar la escalera que
bajaba de la galería y hacerla descender al son de un vals vienés. Silvio pensó
algo mejor: hacerla aparecer desde los aires gracias a un procedimiento
mecánico o extraerla de una torta descomunal. Pero finalmente renunció a estos
recursos barrocos, confiado en la majestad de su sola presencia y simplemente
hubo un momento en que Roxana estuvo allí y todo dejó de existir.
Un
círculo enmudecido la rodeó y nadie se atrevía a avanzar ni a hablar. A Silvio
mismo le costó trabajo dar el primer paso y tuvo que hacer un esfuerzo para
acercarse a la dama más próxima y presentarle a su sobrina. Los saludos
continuaron y el barullo se reinició. Pero otro círculo más restringido se
formó, el de los jóvenes, que luego de la presentación ensayaban la galantería.
Enamorados fulminantemente y al unísono, hubieran sido capaces de batirse a
trompadas o fuetazos si es que la presencia de sus padres y un resto de decoro
no los obligara a cierta continencia.
Después
de los aperitivos y del almuerzo empezó el baile. Silvio lo inauguró en pareja
con Roxana, pero sus obligaciones de anfitrión lo pusieron en brazos de señoras
que lo fueron alejando cada vez más del foco de la reunión. Desde la periferia
vio cómo Roxana iba siendo solicitada por una interminable hilera de
bailarines, que se esforzaban por cumplir esa tarde la más brillante de sus performances. ¡Y eran tantos, además,
que nunca terminaría de conocerlos! El baile prosiguió interrumpido por
brindis, bromas y discursos hasta que Silvio, compartido entre atenciones a
señoras y apartes con señores, se dio cuenta de que Roxana hacía rato que no
cambiaba de pareja. Y su caballero era nada menos que Jorge Santa Lucía, joven
agrónomo reputado por la solidez de su contextura, la grandeza de su hacienda,
la amenidad de su carácter y la hermosura de sus pretendientes. En el
torbellino los perdió de vista, iba oscureciendo, tuvo que dar órdenes para que
iluminaran los faroles de la galería y nuevamente regresó al patio, la mirada
indagadora en el ánimo inquieto. Roxana seguía bailando con su galán y nunca
vio en su rostro expresión de tan arrobadora alegría.
Aún
hizo otros brindis, bailó incluso con su prima Rosa que se enroscó en sus
hombros como una melosa bufanda, ordenó que fueran previniendo a los
artificieros y cuando oscurecía se sintió horriblemente cansado y triste. Era
el alcohol tal vez, que casi nunca probaba, o el ajetreo de la fiesta o el
exceso de comida, pero lo cierto es que le provocó retirarse a los altos y lo
hizo sin que nadie se percatara de ello o intentara retenerlo. Apoyado en el
barandal, en la penumbra, contempló la fiesta, su fiesta, que iba cobrando un
ritmo frenético a medida que pasaban las horas. La orquesta tocaba a rabiar,
las parejas sacaban polvo del suelo con sus zapateos, los bebedores copaban la
mesa del bar, bailarines acobambinos disfrazados de diablos ensayaban saltos
mortales cerca de las arcadas. Y Roxana, ¿dónde estaba? En vano trató de
ubicarla. No era esta, ni esta, ni esta. ¿Dónde la fontana de fuego, la concha
de la caverna oscura, la doble manzana de la vida?
Desalentado
entró en su dormitorio cogió su violín, ensayó algunos acordes y salió con su
instrumento a la galería. La recorrió de un extremo a otro hasta que se detuvo
frente a la puerta que llevaba al minarete. Hacía años que no subía. La puerta
tenía un viejo cerrojo del cual sólo él conocía el secreto. Luego de abrirlo
trepó trabajosamente por los peldaños apolillados y las cuerdas vencidas. Al
llegar al reducido observatorio cubierto de tejas observó el rosedal y buscó el
dibujo. No se veía nada, quizás porque no había bastante luz. Por algún lado
lucía una mata de rosas blancas, por otro una de amarillas. ¿Dónde estaba el
mensaje? ¿Qué decía el mensaje? En ese momento empezaron los fuegos de
artificio y el cielo resplandeció. Luminarias rojas, azules, naranjas ascendían
alumbrando como nunca el rosedal. Silvio trató otra vez de distinguir los
viejos signos, pero no veía sino confusión y desorden, un caprichoso arabesco
de tintes, líneas y corolas. En ese jardín no había enigma ni misiva, ni en su
vida tampoco. Aún intentó una nueva fórmula que improvisó en el instante: las
letras que alguna vez creyó encontrar correspondían correlativamente a los
números y sumando éstos daban su edad, cincuenta años, la edad en que tal vez
debía morir. Pero esta hipótesis no le pareció ni cierta ni falsa y la acogió
con la mayor indiferencia. Y al hacerlo se sintió sereno, soberano. Los fuegos
artificiales habían cesado. El baile se reanudó entre vítores, aplausos y
canciones. Era una noche espléndida. Levantando su violín lo encajó contra su
mandíbula y empezó a tocar para nadie, en medio del estruendo. Para nadie. Y
tuvo la certeza de que nunca lo había hecho mejor.
Julio Ramón Ribeyro.
París, 29 de agosto de 1976.
**Extraído de “Silvio en El Rosedal”
Páginas: 05-58
Autor: Julio Ramón Ribeyro
Editorial: QG Editores SAC
*Imagen de Portada: Difusión
*Ilustración de: Christian Vargas.
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