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Para Toño y Teresita


Ustedes saben, el pueblo de Santiago de Chuco es un referente muy poderoso de la obra literaria de Vallejo, en especial, de “Los Heraldos Negros”. Y siendo como es, la desidia de sus autoridades en primer lugar y de sus habitantes, después, han ido infligiendo a su importantísima condición de referente vallejiano, heridas graves, algunas incurables. El cemento, el plástico, edificios absolutamente impertinentes, techos de calamina, continúan  trasformando al pueblo a tal punto que, en un tiempo cercano,  el pájaro de  “Idilio Muerto”  ya no hallará un tejado en donde llorar, si tiene suerte,  digo, quizás alcance una casa con techumbre de hostiles calaminas. Quizás. “Disculpen la tristeza”.


He tomado Santiago para contrastarlo con un pequeño pueblo, de 7000 habitantes,  asentado al oriente de Colombia, llamado Barichara. Está a 110 kilómetros de Bucaramanga, tras ir por una carretera que me hace recordar a las curvas y recovecos de la que lleva de Trujillo a Otuzco, pero mucho más larga. Bordea la serpenteante vía una vegetación de trópico y sorprende hallar en el camino un gran hotel, con todas las comodidades deseables incluyendo piscina, sauna, un restaurante de comidas típicas y hasta un lugar de compras. Es muy demandado por huéspedes que a menudo no alcanzan a hospedarse allí.


En ese hotel pernoctamos. Al día siguiente enrumbamos a Barichara. 25 kilómetros antes de llegar, atravesamos un pueblo muy comercial, algo caótico, llamado San Gil. Yo, que a estas alturas ando con mi equipaje repleto de recuerdos, evoqué a mi paisano Camilo Gil García, sindicalista del SUTEP en la época brava del ministro Guabloche, en vez de reparar en el homónimo del pueblo que les digo, San Gil, el santo de los pecadores, por lo que un poco me arrepiento, pero en cuestiones de sinapsis y recuerdos el poeta poco puede.


Y llegamos a Barichara. Lo primero que me llamó la atención fue la limpieza de sus calles amplias y adoquinadas. Y sus casas ¡y sus tejas! Después, como Harry Haller, ese personaje del Lobo Estepario, que al tomar una pensión dijo de ella “huele bien”, yo  dije, para mí, huele a pueblo feliz. Seguidamente, los amigos que hicieron a su vez de cicerones, nos llevaron a la fábrica de papel. Todo un símbolo visitar primero la fábrica de papel. Tuvo gran éxito cuando abastecía de este material a las tabaqueras. Ahora ya no lo provee, pero en sus amplias instalaciones, incluyendo un jardín botánico, pudimos conocer todas las hojas que pueden transformarse en este material. Allí conocí al papiro. En la actualidad esta institución es conducida por once mujeres. No sé por qué esta evidente discriminación de género. Pero la conducen bien. Todos los visitantes salimos con una hoja de papel hecha por nuestras propias manos. Yo compré un cuadernillo adicional con la ilusión de escribir ahí el poema que siempre quise escribir.


Luego fuimos a la plaza principal. En ella resalta, protagónica, una iglesia construida con bloques de piedra semejante al sillar arequipeño solo que de un color marrón amarillento, visitamos también la municipalidad, en donde, con toda cortesía, nos proporcionaron los servicios higiénicos para empapar nuestras cabezas  ya bastante calientes por el sol con agua fresca, y en una esquina de la plaza encontramos una librería que en su entrada exhibía los libros de Han Kang, la nobel de literatura de este año, y en sus anaqueles encontré a Neruda, un libro que no conocía: “Arte de pájaros”, en su carátula está el nobel chileno con un pájaro amarillo sobre su cabeza; imposible no evocar la foto aquella de Alfred Hitchcock  de “The birds” con un cuervo y una gaviota en cada hombro. Siguiendo nos tropezamos con una cafetería bastante estrecha, a penas de cuatro sillas, sin mesas. En una placa adherida a la pared se anunciaba que era también un estudio de abogado. Nos atendió un hombre flaco, más bien parco, que después se fue allanando a una versada charla sobre el café y sus innumerables matices. Supongo que era abogado por obligación y cafetero por vocación, aunque “abogado” viene de “abogar” y él parecía un hombre bueno dispuesto a mediar por la justicia.


En la plaza dejamos nuestra movilidad y abordamos un carrito muy pintoresco, multicolor como esas viejas góndolas. El carrito tenía por nombre “La patrona” y el chofer era un parroquiano simpático que nos hizo recorrer esta ciudad antigua, muy bien conservada, de paredes de tapia pintadas de blanco y balcones y grandes puertas verdes… Subimos a una colina en donde había una capilla construida con el mismo material de la iglesia. Allí se casaba y se bautizaba la gente del pueblo y de otros lugares. Había que solicitarla con anticipación. Frente a la capilla había un ceibo de dos metros de diámetro y muchos más de altura, y nuevamente los recuerdos. Esta vez del entrañable Rigoberto Meza Chunga, escritor tumbesino que en un cuento memorable en que hizo conversar a dos personajes a cerca de un ceibo que según la creencia hospedaba al mismo diablo, uno de ellos incrédulo, argumentaba en contra de esta posibilidad, sin embargo, al final tuvo que concluir más o menos  así: pero yo ni de borracho paso por ese ceibo estando solo y menos a media noche, compadre…


En esa colina en donde habían hecho un terraplén se han instalado pequeños comerciantes que ofrecen artesanía, bebidas alcohólicas de degustación con el café como elemento principal, y las famosas hormigas culonas que había que comerlas fritas, nuevamente muy difícil no evocar nuestro exótico suri tan popular en la selva peruana.


Queda en el tintero el Salto del Mico un acantilado del cual se divisa un extenso y profundo valle y el museo organizado en los setentas por un sacerdote en donde se hallan fósiles diversos de animales acuáticos y una columna vertebral de alguien que parece haber sido un gran cetáceo, además de momias precolombinas y cerámios de la cultura que pobló estos lugares, la verdad muy inferiores a los imbatibles moches.


Un párrafo aparte merece la armonía en la cual trabajan los distintos actores económicos, todos abocados al turismo. Cuando quisimos tomar la movilidad que nos haría recorrer el pueblo, por ejemplo, el primer conductor con el que contactamos nos sugirió tomar una “chiva” más grande que la suya para ir más cómodos y a igual costo. Actitud semejante tuvo  el piloto de la “Patrona” cuando trataba que todos los “giros” se beneficiaran con nuestra presencia: artesanía, culinaria, transporte etc.


El cementerio trae sus novedades también. El chofer de “La patrona” nos dijo que ya sabía qué iba figurar en su lápida cuando él “se vaya”: su “chiva” en alto relieve en la que resalte bien claro, su nombre, “La patrona”. Y en efecto, en ese cementerio cada lápida lleva esculpida en piedra la actividad de quien ocupa la tumba: hay violines, sombreros, libros y plumas,  bastones y hasta la silueta de los personajes que los usaron. Yo me preguntaba, si viviera y muriera en Barichara, qué pondrían en mi lápida, precisamente en la lápida de un leal  militante  del ocio creativo…


Y acá termino en este intento de trazar un boceto de este pueblo antiguo conservado con esmero para el deleite de sus habitantes y de quienes lo visitan. Un pueblo apacible y acogedor, tanto que el presidente Belisario Betancourt determinó pasar la última etapa de su vida en él. Tiene, también, sus monumentos.


Y, como dije al inicio,  cargado de "mis furias y mis penas”,  me pregunto, por qué Santiago de Chuco, con tanto que aportar a la interpretación de la obra de uno de los más  grandes poetas del mundo, permite ser devastado día a día. La respuesta, quizá, la dio el chofer da “La patrona”. Aquí no se permiten discotecas, señor. La gente viene a descansar; tampoco que los ambulantes hagan lo que quieran, y hasta los migrantes que han llegado hasta aquí tienen trabajos dignos , y es que aquí hay autoridades, señor,  y  hay normas que se cumplen. Y sí que las hay . Doy fe de ello.

Trujillo, 28 de diciembre del 2024


*Por Ángel Gavidia Ruiz.

**Imagen de Portada: Cortesía de Ángel Gavidia Ruiz.

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