Una crónica
periodística es una narrativa que se expresa entre lo literario y lo
periodístico. Relato que cuenta hechos o acontecimientos reales secuenciales y
donde las observaciones e interpretaciones del cronista decoran y enriquecen el
valor de la historia…
“Brenan”
Murió en 1952. Jamás
boxeó en otro lugar que no fuera Chincha. El escenario de sus fugaces éxitos
fue el antiguo Coliseo de Gallos que, como ya hemos contado, servía por igual
para las jugadas de gallos de postín y para las temporadas de box amateur y profesional, interdistrital o
interprovincial, que organizaban diversos empresarios. Pero Ángel Campos,
Brenan, sin haber salido nunca de provincia, sin conocer siquiera Lima o las
ciudades vecinas de Ica o Cañete, se ungió campeón del mundo de todas las
categorías, allá por el ‘35 o ‘36, cuando ya había perdido la razón.
Comencemos la crónica
que habrá de discurrir entre la afirmación triunfal y la chanza que llegó a ser
dramática y triste, ratificando que Chincha ha sido cuna -como lo afirma aquel
vals de Tasayco Soto- de campeones deportivos. Sobre todo, de eximios y
notables boxeadores de categoría mundial, y solo vamos a citar a José Coronado
y Mauro Mina. Otros muchos saltaron a la lona del Coliseo de Gallos de Chincha,
realizaron sus primeras peleas y han llegado a competir en Lima. Incluso han
sido internacionales. La mención no viene al caso porque no se pretende
escribir una crónica boxeril para la cual no estoy documentado, sino la
evocación habrá de rodear el entorno del negro Brenan. Su vida como boxeador
transcurre cuando ya se ha apagado la leyenda de ‘Bom-Bom’ Coronado, y comienza
a brillar con resplandores de crack un robusto morenito de apenas 18 años de
edad, llamado Mauro Mina. Bom-Bom, que acababa de fallecer virtualmente
olvidado en una cama de caridad del Hospital Dos de Mayo, había sido, sin duda
alguna, el más extraordinario estilista, el púgil de más depurada técnica que
produjo el boxeo peruano.
Mauro Mina ha sido
quizás, el boxeador peruano que más se acercó a una corona mundial. Y decimos
esto sin que hubiera llagado a la disputa directa de un título, como sí lo
hicieron, para caer noqueados, nada menos que Orlando Romero y el fornido Óscar
Rivadeneyra. El primero, un as de Trujillo, y el segundo, muchacho amatonado de
Surquillo.
La historia boxística
de Chincha comienza en forma trágica. Allá por el ‘28 al ’30, unos empresarios
inescrupulosos organizan una temporada de box, nada menos que acondicionando el
Teatro Imperio, que estaba situado en la plaza de Armas. Para la pelea
inaugural en el match de fondo iban a
competir Anastasio Oré –un semipesado español que llegaba con buen cartel de
Lima- y el negro cañetano José Pérez. Dicen que el español, muy fuerte y rubio dio el triunfo por descontado
y cuando solo faltaba muy poco tiempo para el match, se tiró una panzada pantagruélica. Seguramente hasta le
hicieron comer carapulcra y sopa seca, y así, con la barriga llena como costal
de entrenamiento, trepó a las sogas. Ya en el segundo round de la pelea, el
negro Pérez, que hasta el momento iba con muchos puntos en contra, asestó un
feroz corto de derecha cerca del hígado de Oré y lo tendió en la lona. No se
levantó más el español. Con unos vómitos imparables fue llevado al
Hospital San José, donde en la madrugada
expiró, según decían, por un paro al corazón. Oré, como no tenía familia en
Lima, fue enterrado en Chincha; él, que había ido por hacerse un ‘cachuelo’ y
despacharse unos soles, encontró en tierra extraña su última morada.
Al box fui por primera
vez en mi vida a ver pelear en el Coliseo de Gallos a un negro tambomorino de
extraordinaria estampa que se apellidaba Molina. Recuerdo que cotejó con un bóxer de La Victoria, que le propinó una
paliza endemoniada. También recuerdo que en la esquina del negro de Tambo de
Mora, actuaban como seconds dos
chinchanos que han sido figuras del ring en el papel de entrenadores: tales
‘Barrilito’ Herrera, ya desaparecido, y ‘Quito’ Ríos, un verdadero deportista
en la extensión del vocablo –futbolista, atleta, boxeador y hasta luchador de catch-.
El Coliseo de Gallos de
Chincha, donde se hicieron los mejores pugilistas de esa provincia, tiene
lejana fundación para la finalidad primigenia de los gallos, ya que –según se
dice- en 1870 un ciudadano español llamado Rosendo Méndez adquirió los terrenos
situados entre las calles Derecha o Grau o calle del Sapo, que después tomó el
nombre de Junín. Este caballero alquilaba ese terreno para lidia de gallos y
otros espectáculos hasta que por el año 1912, en pleno apogeo del primer
Leguiísmo, cuando uno de los hijos de don Augusto, Roberto Leguía, tomó en
arrendamiento las tierras de la hacienda Larán e hizo levantar un magnífico
local techado al se bautizó como Coliseo de Gallos Chincha.
Cuando, en 1916, Leguía
dejó Chincha, por pago de servicios y agradecimientos en la hacienda San José,
cede el local a Francisco Policarpio, quien –dicen- era notable aficionado.
Este después lo vende a don Agustín Q. Jordán, distinguido hacendado del valle,
quien luego traspasó al Concejo Provincial de Chincha, que lo administró
siempre a partir de entonces.
Hablemos primero de
José Coronado, línea de chocolate, delgado, cabeza de pasa, alegre y medio
tartamudo. Sus primeras peleas las hace en Chincha, allí en la calle Gallos.
Pero es en Lima y, sobre todo, en el antiguo y dinástico Coliseo de Manco Cápac
–situado entonces entre la avenida Grau y el comienzo de la avenida Manco Cápac,
divisoria de La Victoria- donde se le descubre como un pugilista nato. De amateur comienza en la categoría gallo
y, en ese mismo local, protagoniza varios encuentros para el recuerdo; uno,
nada menos que con el ‘Colorado’ Muñoz, actual entrenador de box del Club
Regatas Lima, en Chorrillos, al que, cosa rara, llega a noquear. Dueño de una
exquisita vocación, esgrima y gracia, ‘Bom-Bom’ es antes que todo, dueño de las
cuerdas, piernas fabulosas, vista de lince, precisión felina y rapidez para el
cambio de golpes. Así llega el inolvidable Sudamericano del ’38 y en la
categoría pluma, tras varios encuentros de maravilla, uno con el platense
Trotta y otro con el brasileño de bigotitos Elio Vinagre, amén con Martínez y
Vergara, obtiene el cinturón codiciado. Entonces, el formidable chansonier de los Barrios Altos, Pedro
Espinel, que ha acompañado hasta su muerte a su compadre y hermano Felipe
Pinglo, ese extraordinario compositor y guitarrista, lanza la polca inmortal
que canta las glorias del negrito de Chincha. Lima se conmueve con los acordes
de la polca que cantan Eloísa Ángulo y Margarita Cerdeña. Es el ‘39 y la radio
difunde por doquier “¡Oh ‘Bom-bom!... ¡Oh ‘Bom-Bom’! Coronado, campeón / es el bóxer más popular”.
Después, José se hace
profesional y gana mucho dinero; sus mejores peleas son nada menos que con su
compadre Mario Verano, con Carrillo, con Marthens.
En el apogeo de su
carrera viaja a Buenos Aires. Allí logra maravillar en el Luna Park. Hace
cuatro o cinco peleas en gradual declive. El moreno que ha sido elogiado nada
menos que por Borocotó y Félix Fraseara se da a la mala vida. Viste elegante,
concurre a lujosos cabarés en compañía de vedettes platenses y pide champagne
como agua.
Hasta que regresa por
el ’43 o ‘44. Ya ‘Bom-Bom’ no es lo que ha sido y busca que le asignen peleas.
Los empresarios le dan las espaldas. En un paseo a Chincha, su gran amigo y
admirador José Velit Sabattinni, quien ya ha iniciado su carrera como militar,
le ofrece un lunch en La Perla. Nos
metemos en la ‘coladera’. Gonzalo Bermúdez Dianderas, y mucha gente que había
sido del Real Junín –cuadro por el que había jugado Pepe Velit- se meten
soberana bomba. ‘Bom-Bom’ tartamudea en el ómnibus en que regresamos a Chincha,
quiere mentarle la vieja a uno de los viajeros y las sílabas se le atoran en la
lengua y dice: “Chu… chu… chu…”. Y entonces la picardía de la tierra inventa un
grito deportivo, que habrá de usarse en adelante como “chuchu”.
Entre el ‘35 y el ‘40,
tal vez más adelante. Esto lo debe saber con enorme precisión don Alejandrino
Moyano, sin duda alguna, uno de los hombres que más sabe de deportes en mi
tierra. Fue Inspector de Disciplina en el Colegio Nacional Pardo y en puesto
tan difícil se hizo querer hasta por los alumnos de peor conducta (el que
escribe entre ellos). Por aquellos años funciona la empresa que han formado
Alberto Musso y José ‘Melena’ Randich. El primero, alto, delgado, elegante insider del Atlético Chincha. Le dicen
Manguera de Chincha. Y, en efecto, como el eminente delantero aliancista, ese
don Alejandro Villanueva de la leyenda y la realidad, quien ha llegado a las
estrofas de un vals memorable también de Espinel, Alberto Musso, zambo
chinchano, juega al fútbol con dominio, maestría y enseñanza. Retirado de las
canchas, el graderío, según versión de Amador Guimoye, ha dicho: “¡Ah, si Musso
hubiera llegado a Lima!”. Pero no llegó y, años después, con gorrita azul,
siempre a grandes trancos lo vemos actuando como policía municipal. En una
jarana de mampara y marinera, toma la guitarra y la pulsa con singular maestría.
Juega con el instrumento, es dueño del palizo trinador, al que incluso
instrumenta en las espaldas, y la gente acota: “¡Ahhhh, si Musso estuviera en
Lima!”. Pero nunca vino porque el destino le señaló su sitio y allí vivió y
murió soñando con llegar a Lima; José ‘Melena’ Randich, half del Real Junín, muchacho de barrio, bromista y consagrado
tirador de golpe, se asocia con Musso y hacen temporada en el Coliseo.
Una de las figuras de
aquellas épocas es Ángel Campos. Le dicen Brenan, y ello según don Carlos
Telmos y Marcos, uno de los primeros gerentes peruanos que tuvo el Banco de
Crédito del Perú, para emular a gran Bill Brennan, boxer cabritilla de USA.
Brenan tiene una
escultura excepcional para boxeador. Los molleros semejan bolas de acero; el
cuello de novillo, la cintura de avispa, las piernas fuertes, pero sin mayor
fragilidad. La cabeza es pequeña, el rostro picado de viruelas, ‘borrao’, como
les dicen en mi tierra, mentón de cristal y pegada más o menos impactante. Hace
algunas peleas promisorias. No pierde sitio en los programas sabatinos. Hasta
que le toca boxear con un mediano chalaco que se apellida La Torre. Creo que
era Baldomero Aspíllaga. La Torre es pegador y fuerte. En el tercer round
asesta un descomunal gancho en la quijada de Brenan y Ángel cae a la colcha,
como un bebe con sueño. El golpe ha sido feroz y definitivo.
En las próximas peleas,
ya Ángel anda con ‘la radio’, así se le llamaba a los boxers ablandados. Golpes más y cada vez Brenan se acerca al ocaso.
La noche que anuncia que lo han contratado para boxear en Buenos Aires y
muestra un programa de cine, la afición queda advertida de que Ángel Campos
está loco. Ahora la esquina diría: “Brenan se ha rayado”.
A las hazañas del boxeo, Brenan añade inventadas fantasías
relacionadas con el atletismo. En camiseta, una raída camiseta sucia,
evoluciona boxeando con su sombra por la plaza de Armas. Los palomillas lo
siguen. Los promotores de la burla lo aplauden y dan hurras. Le hacen dar una
vuelta a todo motor en torno a la plaza. Y el que sostiene un redondo Longines
dice, como si se tratara de un cronómetro: “¡Carajo 400 metros en 40 segundos. Se
cagó en Jesse Owens!”. Lo levantan en hombros. Lo llevan entre aplausos. El
negro levanta los brazos sonriente, feliz y en la cara hacen llegar medallas de
santos, chapitas de gaseosas y le dicen: “Esta es la medalla que te ha mandado
Hitler; esta la que te ha mandado Dibós Dammert”, y el negro pende toda la vana
hojalatería en la camiseta sucia.
La chiflería llega al
colmo cuando le dicen que vaya donde el alcalde de Chincha, don Pablo Solari
Feraldo, a reclamarle la Orden del Sol, que le ha mandado el presidente
Benavides. El zambo ronda el municipio y ‘don Paibo’ –así le decían a mi gran
amigo y pariente don Pablo Solari- inventa mil disculpas para zafar el bulto.
Una hermosa dama, hija de un constructor italiano que está a cargo de dos obras
en Chincha, concita la admiración de la calle. Un perverso le dice a Brenan que
tiene una declaración de amor que le ha enviado la dama. Campos no la rechaza,
la admite. Sigue a todas partes el mismo rumbo de la señorita alta y linda y le
sonríe como si ya supiera que ella está perdidamente enamorada del atleta. El
jodas sigue y sigue. Brenan ahora se ha vuelto un alcohólico empedernido. Por
lo tanto, son mayores su insensatez y sus andanzas.
Por el ‘52 aparece en
el firmamento del box limeño, tras el ocaso de Antonio Frontado, una esperanza
morena. Es de Chincha. El que hace empresa es nada menos que Max Aguirre. Le
han puesto de entrenador a Joe de León y han estado ciertamente acertados,
porque nada encaja más con la pelea de contragolpe que advierte Mauro Mina, que
la escuela panameña. Vamos al Luna Park, al estadio a verlo pelear y de regreso
a Chincha preguntamos: “¿Cumpa… de dónde salió Mina?”. Y surgen las respuestas
más diversas. Nació en San Regis, en una casa cerca al baldío donde se forjaron
los Bombones del Deportivo Cillóniz. Después se vino a vivir a la calle
Ayacucho, a la casa de su abuelita. Con el Fiscal, trabajaba como cargador de
menudencias que traía en una carretilla desde el camal. A veces ayudaba a los
matanceros. Tiraba comba en la testuz de las vacas beneficiadas, un solo golpe
como de cañón y basta. Tomaba la sangre fresquita de las reses recién difuntas.
Freía ubre e hígado para hacerse más fuerte.
Hasta que un día en su
oficina de la plaza Dos de Mayo, Max nos presentó a Mina. Tímido, de voz
delgada, unas cuantas palabras y la mano en corto para decir: “Dios quiera…
ojalá me acompañe la suerte”. Y la suerte acompañó a Mina en casi todos sus
compromisos internacionales escenificados en Lima. Verdad que a su lado tenía
un manager tan amigo, serio y
caballero como don Moisés Terán, en el corner
a Joe de León y en la empresa a Max Aguirre.
Seguramente ya Mauro no
recordaba el Coliseo de Gallos de Chincha, a su primer entrenador el ‘Pichón’
Olea, a su amigo y consejero ‘Quito’ Ríos. Los mejores peleones en demanda del
título mundial los dio frente a figuras de categoría universal como el
argentino Díaz; el elegante y atlético Eddie Cotton, el feroz peleador Henry
Hanks, Artie Towns, cierto es ya un poco golpeado. Viajó a Estados Unidos,
estaba por disputar el título mundial de los semipesados cuando se advirtió que
estaba a punto de perder un ojo. El cubano Lino Rendón le había bajado la
retina.
Entonces Mina fue
‘secuestrado’ de la circulación. Nadie sabía dónde estaba internado, en
descanso o muy delicado. Lo cierto es que con Víctor Nagaro Bianchi, dirigente
deportivo, gran amigo a la vez de Mina y de Terán, lo escondieron en la bella
casa de Nagaro en el Jaguay. Todo estaba cubierto por el misterio. Pero yo
sabía dónde estaba Mina. Y un día le dije a Pocho Rospigliosi: “Yo sé dónde
está Mina”. Pocho carcajeó de lo lindo. Y desde entonces cada vez que nos
encontramos, Pocho me dice de dientes para afuera: “Cumpa… yo sé dónde está
Mina”.
Cuando ya el campeón se
había retirado de las cuerdas y entrenaba a nuevos aficionados en su gimnasio
de Los Paujiles, ya casado, con hijos,
llegó a su casa doña Chabuca Granda. La dama lo besó en las mejillas y le
entregó la partitura y el casete de uno de los valses más sentidos: Puños de
oro. Es una canción hermosa, triunfal y melancólica. Cuando la oímos cantar
interpretada por ella misma con la guitarra primorosa de Óscar Avilés, pensamos
que no contiene jamás la alegoría de un fracaso, la endecha entristecida de una
ilusión rota, sino la rotunda afirmación de una gloria deportiva. ¡Mauro, no
llegó al título mundial… pero qué carajo, Chabuca Granda le ha dedicado una canción!
Alguna vez pregunté a
Mauro si había conocido a Brenan. Mina pareció no haber tomado en serio mi pregunta
y contestó con evasiva: “Creo que sí. El pobrecito quedó loco”.
Ángel Campos, Brenan,
tras varias entradas y salidas al Hospital San José, murió en la indigencia. El
alcohol terminó de mermar su existencia. Estamos seguros de que nunca dejó de
sentirse un legítimo campeón y en tal sentido falleció decepcionado por la
ingratitud de la gente. En Chincha hay la mala costumbre de querer aumentar la
capacidad de dárselas de pendejos pretendiendo chiflar a la gente. No sé si el
mal hábito continúa haciendo presas. Para Brenan es el recuerdo de esta nota.
Ciertamente la vida lo anduvo siguiendo en chirigota. No lo noqueó para siempre
el furibundo cross de La Torre. Eso
fue el principio. Al sonriente loco de la calle Junín lo terminaron de llevar
al ocaso, que para él era fementida aurora, los que nunca pudieron
comprender a qué tontas grandezas aspira
a veces la ilusión.
Por Jorge
Donayre Belaúnde.
*Extraído
de “Que te lo cuente el Cumpa.
Autor:
Jorge Donayre Belaúnde
Páginas:
115-122
Editorial:
San Marcos. Perú.
**Imagen
de Portada: depositphotos.com
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