La filosofía no existe
en el aire sino que la encarnan, los hombres. Los hombres son los que hacen
filosofía. Pero, ¿son todos los hombres o una minoría de ellos los que asumen
esta actitud tan peculiar hacia la realidad y hacia sí mismos? Además, todos
los que afirman dedicarse a ella, ¿poseen esa disposición hacia el saber
universal de forma auténtica?
Las características del
mundo moderno y su repercusión negativa en el ámbito de las vocaciones y del
equilibrio general de la humanidad, ha sido estudiado y mostrado por diversos
autores desde el siglo pasado. Se ha relacionado al mundo actual con “la falta
de una concepción filosófica del cosmos, el decrecimiento de las fuerzas
religiosas, la despoetización del mundo, la absorción del individuo en la masa,
la tecnificación de todos los órdenes de la vida, la especialización en toda
clase de actividades humanas, el apresuramiento y la superficialidad con que el
hombre de hoy se ve forzado a conducirse en todo momento sin encontrar su centro”
(1).
La vida moderna ahoga
ciertas posibilidades superiores como la vida filosófica al promover una vida
inauténtica. Sin embargo, es más importante detenernos en la relación entre
la autenticidad y la actitud filosófica como la forma superior de vida
intelectual. En esta parte vamos a citar el trabajo del psicólogo alemán
Philipp Lersch, quien, influenciado por la fenomenología y la filosofía de
Heidegger, ha tratado el tema de la autenticidad y la vida intelectual en su
libro La estructura de la Personalidad. Para él, la correspondencia entre el
pensar y la dimensión íntima o la substancia anímica es un signo inequívoco de
la madurez humana. La necesidad de que haya correspondencia entre las vivencias
y el discurso filosófico se manifiesta como la condición imprescindible para el
equilibrio en la vida intelectual de los seres humanos. Si una filosofía no
tiene raíces, si no parte de una vivencia íntima, sino es existencial, “la
doctrina filosófica queda por fuera, es mera ideología” (2). La actitud filosófica exige autenticidad, por
ello, los auténticos filósofos encarnan las verdades que pregonan. Su pensar se
expresa en una forma de vida, aún cuando esta pueda estar en peligro. Lersch
afirma que “la autenticidad de una doctrina filosófica se demuestra en las
situaciones críticas de peligro existencial porque proporcionan, al que la
sigue, un sólido asidero” (2).
Hasta aquí se puede
decir que, en filosofía, todo el mundo es competente con tal que sea auténtico.
Pero a la vez, haciendo eco en las investigaciones psicológicas, se puede decir
que la autenticidad se ve dificulta- da y aún imposibilitada por los rasgos que
hemos señalado del modo de vida moderno. El hombre desequilibrado es el tipo
más común en el mundo actual, en estos tiempos que podríamos llamar,
consecuentemente, de “antifilosóficos”.
Esto lleva a ver la
filosofía como una forma de vida; es decir, no sólo como un conjunto de pensamientos
complejos, disociados de experiencias íntimas, sino como un conjunto de
experiencias, experiencias de la verdad. Para ello, se pueden aprovechar
algunos trabajos actuales sobre el sentido original de la filosofía antigua,
investigaciones que apuntan a que la filosofía en la antigüedad era sobre todo
una forma de vida.
Los filósofos antiguos
comprendieron y asumieron, con naturalidad, el anhelo hacia la verdad y la
Sabiduría. El móvil en el quehacer filosófico es el amor desinteresado, esto
sustenta la nobleza de la actitud filosófica, pues para el filósofo no hay nada
más noble que alcanzar la Verdad o perseguirla. Pero, entonces, ¿no hay ninguna
exigencia personal (auto impuesta o asumida dentro de una colectividad) que nos
permita la consecución de la Verdad?
Para Pierre Hadot, la
filosofía es “un modo de vida y un discurso determinado por la idea de
Sabiduría” (3). Por Sabiduría entendía el filósofo antiguo cierto estado
trascendente, una perfección en el saber, un estado de virtud y un saber vivir.
Por ello, la filosofía organizaba un modo de vida que se manifiesta sobre
todo en la vida de escuela. “La filosofía -según Hadot- no puede llevarse a cabo
más que por la comunidad de vida y el diálogo entre maestros y discípulos en el
seno de una escuela” (3). La vida de escuela asegura la formación de los
discípulos en los ejercicios espirituales y disciplinas físicas, las mismas que
aseguran el correcto estudio. Es esta vida la que promociona al discípulo en
una vida de libertad y serenidad.
Del estudio de Hadot
podemos entresacar algunos rasgos de la vida filosófica: indiferencia hacia las
cosas materiales, régimen alimentario sano, dormir poco comidas colectivas
(entre filósofos), preparación para el sueño, imitar la vida de los sabios, y
el reconocimiento de que la vida común y convencional está llena de males.
Dentro de los
ejercicios espirituales se cuentan, además del estudio, la ética del diálogo
(donde la afectividad superior impregna y posibilita los diálogos filosóficos),
el observar amorosamente la realidad, el ver la presencia divina en toda la
naturaleza, el depender de sí (cuanto más sabio, más solo) y la preparación
para la muerte.
Para este estudioso francés,
no es el discurso filosófico el que desembocó en una forma de vida, sino que es
el modo de vida el que engendró un discurso. Existía una correspondencia
natural entre la vida adoptada y sus reflexiones teóricas. Y aunque las
reflexiones varían, la forma de vida filosófica subyace como la savia que posibilita
el pensar. Por ello, “la práctica de la filosofía va, pues, más allá de las
oposiciones entre las filosofías particulares. Es esencialmente un esfuerzo de
tomar conciencia de nosotros mismos, de nuestro estar-en-el-mundo, de nuestro
estar-con-el-otro... para lograr asimismo una visión universal” (3).
Esto establece una vez
más el rasgo de distinción y nobleza de la actitud filosófica, y explica,
además, por qué el filósofo es un ser solitario. Pero el ennoblecimiento sólo
ha sido posible con esfuerzo, pasión y, sobre todo, con una ascesis. Estas
exigencias, asumidas voluntariamente, son la soledad, a veces sufrida y a
veces gozada del filósofo. Gozada por contacto amoroso con la realidad, y
sufrida por el apartamiento de sus congéneres. Esto se evidencia en la
incomprensión de la vida filosófica; y hay diversos ejemplos en la historia de
la humanidad. La mayoría se sabía partícipe de las actividades de los
filósofos, pero eran incapaces de asumir el modo de vida de los mismos: “el
hombre común no se siente un profano respecto del saber que brinda el filósofo,
sino un profano respecto de la pureza vocacional que requiere la obtención de
ese saber” (4).
*Por Enrique Paz Castillo.
Citas:
(1) Lersch, Philipp.
(1979). El Hombre en la actualidad. Editorial Gredos, Madrid, página 16.
(2) Lersch, Philipp.
(1974). La estructura de la personalidad. Editorial Scientia, Barcelona, página
523.
(3) Hadot Pierre.
(2000). ¿Qué es la filosofía antigua? FCE, México, página 59; 68; 299.
(4) Nicol, Eduardo.
(2003). La idea del hombre. FCE, México, página 165.
**Imagen de Portada: Tomada de afiche promocional de upo.es
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