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Lo que seguramente todos reconocemos en la actualidad es que estamos entrando  -de una forma u otra- en una nueva era, que requiere una nueva sabiduría…


Permítanme que explique tres anécdotas personales a fin de echar luz sobre el fondo de la cuestión y poner de manifiesto alguno de los problemas de este enfrentamiento religioso entre Oriente y Occidente.


Primero: a mediados de los cincuenta, cuando el doctor Martin Buber daba una serie de conferencias en Nueva York, tuve el privilegio de encontrarme entre sus invitados a escucharle en una serie de charlas que tuvieron lugar en una pequeña y muy especial sala de Columbia.


Allí, aquel elocuente hombrecillo –pues realmente era muy bajo, aunque dotado de una poderosa presencia y agraciado con esa misteriosa fuerza conocida en nuestros días como “carisma”- llevó a cabo cinco o seis sesiones semanales con extraordinaria elocuencia.


De hecho, se expresaba en inglés, que no era su primera lengua, sino la segunda, con una fluidez y elocuencia sorprendentes.


No obstante, a medida que las charlas tenían lugar, fui dándome cuenta de manera gradual, a mitad de la tercera de ellas, de que había una palabra usada por el doctor que yo no comprendía.


Sus conferencias versaban sobre la historia del pueblo elegido del Antiguo Testamento, con referencias a tiempos más recientes; y la palabra que yo no comprendía era “Dios”.


En ocasiones parecía referirse a un imaginario creador personal de este inmenso universo que la ciencia nos había revelado. Otras veces se trataba de una clara referencia al Yahveh del antiguo Testamento, en uno u otro de sus estadios de evolución. De nuevo parecía convertirse en alguien con quien el mismo doctor Buber había entablado frecuentes conversaciones…



Así que en una ocasión en que esta palabra me daba vueltas por la cabeza, levanté la mano cautelosamente. El conferenciante se detuvo y preguntó:

-¿De qué se trata?


-Doctor Buber –dije-, hay una palabra que se ha utilizado esta noche que no entiendo.


-¿Qué palabra es?


-Dios –respondí.


Abrió mucho los ojos y echó hacia adelante su rostro barbudo.

-¡Usted no sabe lo que significa la palabra “Dios”!


-No sé lo que usted quiere decir con –Dios” –respondí-.

Esta noche nos ha estado diciendo que en la actualidad Dios ha escondido su rostro y ya no se muestra al hombre. Acabo de regresar de la India (había estado el año anterior), y he encontrado a gente que experimentan continuamente a Dios.


Se inclinó hacia atrás y levantó ambas manos, con las palmas hacia arriba.

-¿Quiere decir para comparar…?


Pero el doctor Jacob Taubes le cortó rápidamente:

-No, doctor –(Todos sabíamos lo que casi había dicho, y yo solo esperaba escuchar qué vendría a continuación)-. El señor Campbell –dijo el doctor Taubes- solo quería saber lo que usted quiere decir con la palabra “Dios”.


El maestro reordenó rápidamente sus pensamientos, y después me dijo, como cuando alguien toma en cuenta una irrelevancia:

-Todo el mundo debe salir de su exilio a su manera.


Lo que tal vez era una respuesta suficientemente buena desde el punto de vista del doctor Buber, puede resultar inapropiada desde otro punto de vista, ya que las gentes de Oriente no se hayan exiliados de su dios. El misterio divino principal se encuentra inmanente en cada uno. No está en algún sitio de “ahí fuera”. Está en el interior. Y nadie ha sido desconectado de ello. La única dificultad estriba en que algunas personas no saben cómo mirar hacia dentro. La falta no es personal, como tampoco lo es el problema de la caída del “primer hombre”, hace muchos miles de años, así como el exilio y la expiación. Todo ello puede ser resuelto.



Esta es pues la primera de mis tres anécdotas personales.


La segunda trata de un suceso que ocurrió unos tres años después de la primera, cuando un joven hindú vino a verme; se trataba de un joven muy piadoso: era devoto de Vishnu y estaba empleado como administrativo o secretario de uno de los delegados indios en la ONU. Había leído trabajos de Heinrich Zimmer sobre el arte, la filosofía y la religión india, trabajos que yo había editado hacía muchos años, y sobre los que él quería discutir. Pero también había algo más sobre lo que deseaba hablar.


“Verá –dijo, una vez que empezamos a tener confianza el uno en el otro-, cuando visito un país extranjero, me gusta informarme sobre su religión; así que he comprado una Biblia y desde hace unos meses la vengo leyendo desde el principio; pero, verá… -y aquí se detuvo para mirarme algo inseguro y decir-, ¡no encuentro ninguna religión en ella!


¿No se trataba del equivalente que encajaba perfectamente con la palabra no dicha por el doctor Buber? Lo que para una de esas dos personas era religión, para la otra no lo era en absoluto.


He sido criado en la Biblia, y también he estudiado hinduismo; así pues, pensé que tal vez le sería de alguna ayuda.


-Bueno –dije-, ya veo qué ocurre al desconocer que una lectura de la historia imaginaria de la raza judía se toma como un ejercicio religioso. Entiendo que por este motivo para usted haya muy poca religión en la mayor parte de la Biblia.


Más tarde pensé que tal vez debería haberle mencionado los salmos; pero cuando los leí de nuevo con el hinduismo en la mente, me alegré de no haberlo hecho; ya que invariablemente el tema principal es o la virtud del cantor, protegido por su Dios, que “golpeará a sus enemigos en la mejilla” y “romperá los dientes a los malvados”; o, por otra parte, la queja de que Dios todavía no ha concebido la ayuda debida a sus siervo fiel, todo lo cual es diametralmente opuesto a lo que un hindú instruido habrá aprendido a mirar como sentimiento religioso.


En Oriente, el misterio divino fundamental se busca más allá de todas las categorías humanas de pensamiento y sentimiento, más allá de los nombres y formas, y absolutamente más allá de conceptos como personalidad misericordiosa o iracunda que elige a un pueblo en detrimento de otros, que premia a los que lo adoran y destruye a los que no.


Estas atribuciones antropomórficas de pensamientos y sentimientos humanos a un misterioso pensamiento alejado es –desde el punto de vista del pensamiento hindú- una especie de religión para niños. Ya que el sentido último de toda enseñanza adulta es que el misterio trasciende todas las categorías, nombres y formas, sentimientos y pensamientos, y debe ser hecho consciente en el terreno del ser de cada uno.


Ello se desprende de las famosas palabras de Brahmin Aruni a su hijo, recogidas en la Chhandogya-upanishad de alrededor del siglo VIII a.C.; “Tú, mi querido Shvetaketu, tú eres ello”; (tat tvam asi).



El significado de este “tú” no es el del tú que puede ser nombrado, el “tú” que conocen los amigos, que nació y morirá un día. Este “tú” no es “ello”. Neti neti, “ni esto ni aquello”. Solo cuando el “tú” mortal haya borrado todo lo que quiere y a lo que está aferrado, el “tú” llegará al umbral de una experiencia de identidad con ese Ser que tampoco es, que es el ser que está más allá del no-ser de todas las cosas.


Tampoco el ello es algo que pueda conocerse, ni ser nombrado, o ni siquiera pensado en este mundo: ello no es los dioses ni ningún Dios, por ejemplo, que haya sido personificado mediante culto. Como leemos en la gran Brihadaranyaka-upanishad (de la misma época del Chhandogya):


La gente dice: “¡Honra a este dios! ¡Honra a aquel dios!” y así un dios detrás de otro. ¡Pero todo esto es su creación! ¡Él es todos los dioses! […]. Penetró en el universo hasta la punta de las uñas, como una navaja está en su funda o el fuego en el combustible. No lo ven, pues se presenta incompleto. Cuando respira, es llamado aliento; cuando habla, voz; cuando ve, vista; cuando oye, oído; cuando piensa, mente. Estos son solo nombres de sus actividades. Aquel que venera a una u otra de estas manifestaciones, aquel no sabe, pues él se presenta incompleto en una u otra de ellas. El Atmán, es así como uno debe venerarlo, pues en él todas estas manifestaciones se unifican. El Atmán es el rastro de todo esto, pues mediante él uno conoce todo, así como uno encuentra mediante las huellas el ganado perdido…

 

Recuerdo una vívida conversación con el filósofo Zen japonés doctor Daisetz T. Suzuky, que empezó con una inolvidable comparación sobre la comprensión occidental y oriental del misterio Dios-hombre-naturaleza.


Comentando primeramente el punto de vista de la Biblia sobre el estado del hombre tras la expulsión del Edén, Suzuki observó: “el hombre está contra Dios, la naturaleza está contra Dios, y el hombre y la naturaleza están el uno contra el otro. La propia semejanza de Dios (hombre), la propia creación de Dios (naturaleza) y el mismo Dios están en guerra entre ellos”.



A continuación explicó el punto de vista oriental: “La naturaleza es el seno del que venimos y al que vamos”. “La naturaleza produce al hombre de su propio interior; el hombre no puede estar fuera de la naturaleza”. “Yo soy en la naturaleza y la naturaleza es en mí.” La divinidad como ser supremo es comprendida, continuó, como anterior a la creación, “en la que todavía no había hombre ni naturaleza”. “Tan pronto como se da un nombre, la divinidad deja de ser divinidad. Hombre y naturaleza se elevan y nos vemos atrapados en un laberinto de abstracto vocabulario conceptual.”


En Occidente hemos dado nombre a nuestro Dios; o mejor dicho, le han dado un nombre a la divinidad que aparece en un libro que pertenece a una época y un lugar que no son los nuestros. Y se nos ha enseñado que debemos tener fe no solo en la existencia absoluta de esa ficción metafísica, sino también en la relevancia que adquiere al moldear nuestras vidas.


Por otra parte, en el vasto Oriente, el acento ha sido puesto sobre la experiencia: en la propia experiencia de cada cual, no en la fe sobre alguien aparte. Las diversas disciplinas que se enseñan son las de los medios para alcanzar experiencias inequívocas –más grandes y profundas- de la propia identidad con todo aquello que se conoce como “divino”: identidad y, más allá, trascendencia.


La palabra Buda significa, simplemente, “despierto, el despierto”. Proviene de la raíz verbal sánscrita budh, “penetrar en una profundidad, penetrar hasta el fondo”; también, “percibir, conocer, recuperar el sentido, despertar”.


El Buda es alguien que despertó a la identidad, no con el cuerpo, sino con el conocimiento del cuerpo; no con el pensamiento, sino con el conocimiento de los pensamientos, es decir, con conciencia; sabiendo además que su valor deriva de su poder para irradiar conciencia, al igual que el valor de una bombilla deriva de su poder para irradiar luz. Lo que importa de una bombilla no es el filamento o el cristal, sino la luz que las bombillas proporcionan; y lo que importa de cada uno de nosotros no es el cuerpo y sus nervios,  sino la conciencia que brilla a través de ellos. Cuando se vive para ello, en lugar de proteger la bombilla, se está en la conciencia del Buda.



¿Tenemos alguna enseñanza de ese tipo en Occidente?


Desde luego, no en nuestras más conocidas enseñanzas religiosas. De acuerdo con nuestro buen libro, Dios creó el mundo, Dios creó al hombre, y Dios y sus criaturas no deben ser concebidas idénticas en ningún sentido. En realidad, predicar sobre la identidad es la principal herejía bajo nuestro punto de vista. Cuando Jesús dijo: “Yo y el Padre somos uno”, fue crucificado por blasfemo; y cuando el místico musulmán Hallaj, hace nueve siglos, dijo lo mismo, también fue crucificado. Y miren por dónde esto es justamente la base principal de lo que se enseña como religión en todo Oriente.


Entonces, ¿qué es lo realmente enseña nuestra religión? No un camino para experimentar la identidad con la divinidad, ya que ello, como ya hemos dicho, es la principal herejía, sino el camino y los medios para establecer y mantener una relación con un Dios que tiene nombre. ¿Y cómo podrá lograrse una relación tal? Solo si se forma parte de cierto favorecido grupo social sobrenaturalmente ungido.


El Dios del Antiguo Testamento tiene un acuerdo con cierto pueblo histórico, la única raza sagrada –de hecho, la única cosa sagrada- sobre la tierra. ¿Cómo se hace uno miembro? La respuesta tradicional fue recientemente reafirmada en Israel (10 de marzo de 1970) al definir el primer requisito para obtener la completa ciudadanía en esa nación mitológicamente inspirada: haber nacido de madre judía.


¿Qué significa todo eso bajo el punto de vista cristiano? Por virtud de la encarnación de Cristo Jesús, que será conocido como Dios y el hombre verdadero (para el cristianismo es un milagro, mientras que por otra parte, en Oriente, todo el mundo debe ser conocido como verdadero Dios y verdadero hombre, aunque puede que sean pocos los que han despertado a la fuerza de dicha maravilla en sí mismos). A través de nuestra humanidad estamos en relación con Cristo; a través de su divinidad él nos comunica con Dios. ¿Cómo confirmamos en vida nuestra relación con el único y solo Dios-Hombre? A través del bautismo y, por ello, convirtiéndonos en miembros espirituales de su Iglesia, que es como decir, de nuevo a través de una institución social.


Nuestra completa introducción a las imágenes, los arquetipos, los universalmente conocidos símbolos señalizadores de los misterios desentrañables del espíritu, se ha realizado a través de las reivindicaciones de esos dos autosantificados grupos sociales históricos. Y las reivindicaciones de ambos han sido descalificadas en la actualidad –histórica, astronómica, biológicamente y en cualquier otro sentido- y todo el mundo lo sabe. Está claro por qué nuestros sacerdotes parten ansiosos, y sus congregaciones confusas.


Y, así pues, ¿qué ocurre con nuestras sinagogas e iglesias?


Me doy cuenta de que muchas de las últimas se han convertido en teatros; otras son salas de lectura, donde los domingos se enseña ética, política y sociología, en tono estentóreo con ese especial trémolo que conlleva la voluntad de Dios. Pero ¿deben irse debajo de esa manera? ¿Es que ya no pueden servir para su función primigenia?


Me parece que la respuesta obvia es que desde luego que sirven –o mejor dicho, podrían servir-, si los clérigos supieran la configuración mágica de los símbolos que custodian.


Podrían servir simplemente para exhibirlos de una forma adecuadamente afectiva. Pues en religión cuenta el rito, el ritual y su imaginería, y donde eso se ha perdido, las palabras no son sino meras portadoras de conceptos que pueden tener o no un sentido contemporáneo.


Un ritual es la organización de símbolos mitológicos; al participar en la representación del rito se entra en contacto directo con ellos, no como informes verbales de acontecimientos históricos pasados, presentes o futuros, sino como revelaciones, aquí y ahora, de lo que es siempre y para siempre.


En lo que se equivocan tanto sinagogas como iglesias es en explicar lo que “significan” sus símbolos.

El valor de un rito efectivo es que deja a cada cual con sus propios pensamientos, que los dogmas y las definiciones no hacen sino confundir. Dogmas y definiciones sobre los que se insiste de manera racional no son más que obstáculos, y no ayudas, para la meditación religiosa, pues el sentido que sobre la presencia de Dios tiene para cada persona depende de su propia capacidad espiritual.


¿De qué sirve el tener la imagen de Dios –el misterio más íntimo y oculto de la vida de cada cual- definida en términos extraídos de algún concilio de obispos, digamos del siglo V?



En cambio, una contemplación del crucifijo funciona; el aroma del incienso también, al igual que las vestimentas hieráticas, los tonos de los correctamente cantados cantos gregorianos, los introitos y kirias murmurados, así como las consagraciones. ¿Qué tienen que ver maravillas de este tipo que poseen el “valor influyente” con las definiciones de los concilios, o con si podemos comprender el significado preciso de las palabras tales como Oramus te, Domine, per merita Sanctorum tuorum? Si sentimos curiosidad por los significados, los tenemos ahí, traducidos en la otra columna del santoral. Pero si la magia del rito desaparece…


Permítanme que ofrezca algunas sugerencias. En primer lugar, desearía presentar unos cuantos pensamientos provenientes de la tradición hindú; después un pensamiento japonés; y, finalmente, una sugerencia de algo que podemos precisar como occidental y que Oriente no puede ofrecernos.


El texto fundamental de la tradición hindú es, claro está, la Bhagavad-gita, donde son descritos cuatro yogas básicos. La misma palabra yoga, de la raíz verbal sánscrita yuj, que significa, “uncir, acoplar una cosa con otra”, se refiere al acto de acoplar la mente con la fuente de la mente, la conciencia con la fuente de la conciencia; el sentido de esa definición tal vez pueda ser mejor ilustrado a través de la disciplina conocida como yoga del conocimiento; el yoga de la discriminación entre conocedor y lo conocido, entre sujeto y objeto en cada acto del conocimiento, y la identificación de uno mismo con el sujeto.


“Conozco mi cuerpo. Mi cuerpo es el objeto. Yo soy el testigo, el conocedor del objeto. Por lo tanto, no soy mi cuerpo.” Otra: “Conozco mis pensamientos; no soy mis pensamientos”. Y así: “Conozco mis sentimientos; no soy mis sentimientos”. De esta manera puede echarse usted mismo de la habitación.


Entonces llega Buda y dice: “Tampoco eres el testigo. No hay testigo”. Así pues, ¿dónde estamos ahora?


¿Dónde estamos entre dos pensamientos? Este es el camino conocido como jnana yoga, el camino del conocimiento puro.


Una segunda disciplina es la conocida como raja yoga, el yoga real o supremo, que es el que viene a la mente cuando se menciona la palabra yoga. Podríamos describirlo como una especie de gimnasia psicológica de rigurosas posturas, tanto físicas como mentales: sentado en la “postura del loto”, empleando una profunda respiración que cuenta con ciertas pautas; se inspira por la ventana derecha de la nariz, pausa, es espira por la izquierda; se inspira por la izquierda, pausa, se espira por la derecha, y así, dependiendo de las meditación.


Los resultados son transformaciones psicológicas que culminan en una experiencia extática de la diáfana luz de la conciencia, liberada de todos los efectos y limitaciones condicionantes.


El tercer camino, conocido como bhakti, el yoga devocional, es el que más se aproxima a lo que en Occidente denominamos “veneración” o “religión”. Consiste en entregar la propia vida a algún ser o cosa queridos, con devoción desinteresada, que de hecho se convierte en un “dios escogido”.


Existe una hermosa historia que explicaba el gran santo indio del siglo XIX, Ramakrishna. Una mujer se le acercó llena de preocupación porque se había dado cuenta de que no amaba y veneraba realmente a Dios. “Entonces, ¿no hay nada que usted ame?”, le preguntó él; y cuando ella contestó que amaba a su sobrinito, “Ahí –dijo él,- ahí está su Krishna, su ser amado. Al servir a esa criaturita, está sirviendo a Dios”.




Lo cierto es que el dios Krishna, tal y como se nos explica en una de sus leyendas, cuando vivía como un niño en una tribu de sencillos vaqueros, les enseñó a venerar, no a un dios abstracto, al que no se veía, sino a sus vacas. “Ahí es donde se halla vuestra devoción, y donde para vosotros reside la bendición de Dios. Venerad a vuestras vacas”. Y ellos engalanaron las vacas y las veneraron.


La lección es clara, y algo parecida a la reciente enseñanza del moderno teólogo cristiano Paul Tillich, cuando dice que “Dios es vuestra máxima preocupación”.


El cuarto y principal tipo de yoga expuesto en Bhagavad-gita es conocido como yoga de acción, karma yoga, que aparece al principio de la famosa obra: el campo de batalla al principio de la legendaria Gran Guerra de los hijos de la India (Mahabharata), al final de la era caballeresca védico-aria, cuando la aristocracia feudal de la tierra se autoexterminó en un baño de sangre de mutuas matanzas.


Al principio de la portentosa escena, el joven príncipe Arjuna, que está a punto de iniciar lo que sería la más importante acción de su vida, pide al conductor de su carro de guerra, el joven dios Krishna, su glorioso amigo, que le conduzca entre los dos ejércitos enfrentados. Una vez allí, miró a derecha e izquierda y reconoció en ambos ejércitos a muchos familiares y amigos, nobles camaradas y virtuosos héroes.


Entonces dejó caer su arco y, lleno de piedad y preocupación, dijo al dios, su conductor: “Mis miembros se debilitan, tengo la boca seca y los pelos de punta. Es preferible que muera aquí mismo antes de iniciar esta batalla. Si no mataría para gobernar el universo, ¿por qué debería hacerlo para gobernar esta tierra?”. El joven dios le contestó con las siguientes y lacerantes palabras: “¿De dónde sale esta innoble cobardía?”. Y con ellas empezó la gran enseñanza:


  •     Para los que han nacido, la muerte es segura; para el que ha muerto, el nacimiento es seguro: no elijas por lo inevitable. Como noble cuyo deber es proteger la ley, al rechazar luchar en esta guerra justa perderás tanto la virtud como el honor. Tu verdadera preocupación solo debe ser la acción del deber, no los frutos de la acción. Arroja de ti todo deseo y miedo por los frutos y lleva a cabo lo que es tu deber.


Tras estas severas palabras, el dios desveló los ojos de Arjuna, y el joven pudo contemplar a su amigo transfigurado, con el resplandor de mil soles, múltiples rostros y ojos relampagueantes, muchos brazos sosteniendo diversas armas, muchas cabezas y bocas con brillantes colmillos.


Y esas dos grandes multitudes que se apiñaban a ambos lados caían volando en el interior de las bocas llameantes, estrellándose contra los terribles dientes, pereciendo; y el monstruo se lamía todos labios.



“¡Dios mío! ¿Quién eres tú?”, gritó Arjuna, con todos los pelos erizados. Y del que había sido su amigo, el Señor del Mundo, le llegó esta respuesta: “Soy el Tiempo, el Destructor de mundos, llegado para la aniquilación de estos ejércitos. Aunque tú no estuvieses, esos que están a punto de morir no vivirían. ¡Ahora, ve ahí! Haz como si matases a esos que yo ya he matado. Haz lo que es tu deber y no sientas aflicción ni miedo”.


En la India “llevar a cabo lo que es el deber” significa, “llevar a cabo sin cuestionar nada el deber asignado a tu casta”.


Arjuna era un noble y su deber era luchar.


En Occidente, no obstante, ya no pensamos de esa manera; y por ello el concepto oriental del infalible mentor espiritual ya no tiene sentido entre nosotros. No funciona y no lo hará.


Nuestra noción del individuo maduro no es la de una persona que simplemente y sin preguntas acepta los dictados y las ideas corrientes de su grupo social, de igual manera que un niño acepta las órdenes de sus padres.


Nuestro ideal es, más bien, quien a través de su propia experiencia y juicio (me refiero a juicio experimentado, no a la repetición de conferencias de algún curso de sociología de un profesor con su programa para el universo), a través de su propia vida, ha alcanzado actitudes razonadas y razonables y funcionará no como un obediente sirviente de alguna autoridad incuestionable, sino en términos de sus propias determinaciones autorresponsables.


Por tanto, el deber no significa lo mismo que en Oriente. No quiere decir aceptar como un niño lo que ha sido enseñado de manera autoritaria. Significa pensar, evaluar y desarrollar un ego: una facultad, por decirlo de alguna manera, de observación independiente y criticismo racionalista, capaz de interpretar el medio, así como de valorar sus propias posibilidades en relación con la circunstancia; y en cuanto a iniciar líneas de acción, estas no estarán relacionadas con ideales del pasado, sino con las posibilidades del presente, que es exactamente lo que no debe hacerse en Oriente.


Muchos de mis amigos profesores empiezan a sugerir que nuestros actuales estudiantes no buscan profesores sino gurús. En oriente, el gurú acepta la responsabilidad de la vida moral de su alumno, y la meta de este debe ser, en reciprocidad, identificada con el gurú y convertirse, si es posible, en alguien como él.


Pero por lo que puedo ver –y así se lo he dicho a mis compañeros académicos-, nuestros estudiantes carecen de la virtud esencial de dicho estudiante, de tipo oriental, que es la fe, shraddha, o “fe perfecta”, en el incuestionable gurú reverenciado.


Por otra parte, el criticismo y el juicio responsable es lo que tradicionalmente hemos tratado de desarrollar en los estudiantes, y lo cierto es que hemos triunfado en la mayoría de los casos. De hecho, en el presente tenemos un grado tal de éxito –apenas salidos de los pañales, están preparados para enseñar al profesor- que resulta un poco demasiado bueno.


No voy a aventurar lo que puedan estar aprendiendo de Oriente –al que tratan de emular muchos de ellos-, aparte de señalar que pueda ser algo –el primer o segundo paso al menos- del camino místico interior hacia ellos mismos; y si esto se consigue sin dejar de estar en contacto con las condiciones de la vida contemporánea, podría muy bien conducir en no pocos casos a nuevos horizontes de saludable y creativo pensamiento, así como una profunda realización de la vida, la literatura y las artes.


Y al hilo de todo ello llegamos a mi tercera anécdota personal, que vuelve a tratar del enfrentamiento en religión entre Oriente y Occidente; pero con una referencia sobre la manera en que Oriente convierte en arte la magia de la religión.


Trata de un evento que sucedió en el verano de 1958, cuando fui a Japón para asistir al IX Congreso Internacional de Historia de las Religiones.


Uno de nuestros principales filósofos sociales de Nueva York era un destacado delegado de esa extraordinaria y colorista asamblea –una persona muy ilustrada, genial y encantadora, que, no obstante, tenía poca o ninguna experiencia previa sobre Oriente o sobre religión (de hecho, me pregunté a causa de qué milagro se hallaba ahí)- que, habiendo acudido con el resto de nosotros a un cierto número de visitas de santuarios shintoístas y hermosos templos budistas, ya se sentía finalmente preparado para realizar unas cuantas preguntas significativas.


En el congreso había muchos delegados japoneses, bastantes de los cuales eran sacerdotes shintoístas, y con ocasión de una fiesta al aire libre en el recinto de un maravilloso jardín japonés, nuestro amigo se acercó a uno de ellos. “Ya he asistido a un buen número de ceremonias y visto bastantes santuarios, pero no consigo comprender la ideología; no entiendo su teología”, dijo.


A los japoneses (como ya sabrán) no les gusta decepcionar a sus huéspedes, y este educado caballero, aparentemente respetando la profunda pregunta del estudioso extranjero, se quedó como inmerso en profundos pensamientos, y a continuación sacudió lentamente la cabeza mientras se mordía los labios: “Me parece que no tenemos ideología –respondió- No tenemos teología. Bailamos”.


Para mí, esta fue la enseñanza del congreso.


Lo que quería decir es que en Japón, en la tierra nativa de la religión shintoísta, donde los ritos son extremadamente majestuosos, musicales e imponentes, no se ha realizado intento alguno de reducir sus “imágenes influyentes” a meras palabras. Se ha dejado que hablasen por sí mismas –como ritos, como piezas de arte- a través de los ojos del corazón que escucha.


Y eso, a mi entender, es lo que nosotros también hemos hecho mejor en nuestros propios ritos religiosos.



Pregunten a un artista lo que “significa” uno de sus cuadros y no volverá a hacer esa pregunta en mucho tiempo. Las imágenes significativas reproducen revelaciones más allá de las palabras, más allá de cualquier significado que definan las palabras. Y si no le dicen nada es porque no se halla preparado para ellas, y las palabras solo servirán para pensar que lo ha comprendido, separándole totalmente del significado de la imagen. Usted no se pregunta qué significa el mundo, lo disfruta. No se pregunta qué significa usted, disfruta de sí mismo; o al menos, así ocurre cuando está dispuesto a hacerlo.


Pero gozar del mundo requiere algo más que tener buena salud o estar de buen humor; ya que este mundo, como seguramente ya sabemos, es horroroso.


“Toda vida –dijo el Buda-, es sufrimiento”; y lo cierto es que así es. Vida que consume vida, esa es la esencia. “El mundo –dijo el Buda-, es un fuego que siempre quema”. Y así es. Y por ello hay que afirmar, con un sí, con un baile, la solemne y majestuosa danza de la felicidad mística más allá del dolor que subyace en el corazón de cada rito místico.


Para finalizar permítanme que a este respecto les explique una maravillosa leyenda hindú, que procede de la infinitamente rica mitología del dios Shiva y de su gloriosa diosa Parvati.



En una ocasión se presentó ante esta gran divinidad un audaz demonio que había destronado a los dioses del mundo y que ahora se enfrentaba al más grande de todos ellos con la demanda no negociable de que el dios debería cederle a su diosa.


Shiva se limitó a abrir su tercer ojo místico situado en la frente y… un rayo hirió la tierra, apareciendo un segundo demonio, aún más grande que el primero. Era una enorme cosa de rostro enjuto y cabeza de león, con una melena que ondeaba hacia todos los rincones del mundo, y que se mostraba hambriento. Había sido creado para devorar al primero y lo cierto es que parecía inclinado a hacerlo. El primer demonio pensó: “¿Qué puedo hacer?”, y tomó una decisión afortunada al pedir la misericordia de Shiva.


Es una conocida regla teológica que cuando uno se pone en manos de la misericordia divina, el dios no puede dejar de protegerle; y por ello Shiva tuvo que proteger al primer demonio de las iras del segundo.


Todo ello dejó al segundo sin nada con que saciar su apetito, por lo que preguntó a Shiva: “¿A quién me comeré ahora?”, a lo que el dios respondió: “Veamos, ¿por qué no te comes a ti mismo?”.


Y eso es lo que empezó a suceder. Empezó por devorarse los pies, siguiendo hacia arriba, a través del estómago, el pecho y el cuello, hasta que solo quedó el rostro. El dios estaba encantado, pues allí tenía una imagen perfecta de la cosa monstruosa que es la vida, y que se alimenta de sí misma.


A la máscara brillante como el sol que era todo lo que quedaba de esa visión leonina del hambre, dijo Shiva, exultante: “Te llamaré “Rostro de Gloria”, Kirttimukha, y brillarás por encima de las puertas de todos mis templos. Nadie que rechace honrarte y adorarte llegará jamás a conocerme”.


La lección obvia de todo ello es que el primer paso para obtener el conocimiento del más alto símbolo divino de la maravilla y misterio de la vida es el reconocimiento de la monstruosa naturaleza de la vida y de la gloria de ese aspecto: la comprensión de así es como es y que no puede ser modificada.


Aquellos que piensen –y son legión- que saben cómo podría mejorarse el universo, cómo sería si lo hubiesen creado ellos, sin dolor, sin sufrimiento, sin tiempo, sin vida, no son aptos para la iluminación.


O aquellos que piensen, y también son muchos: “Déjenme que corrija la sociedad y después reúnanse a mi alrededor”, no podrán entrar ni por la más alejada puerta de la mansión de la paz divina.


Todas las sociedades son perniciosas, crean sufrimiento y son injustas; y así serán siempre. Así que si realmente desea ayudar a este mundo, lo que deberá enseñar es cómo vivir en él. Y eso no podrá hacerlo quien no haya aprendido antes a vivir en el gozoso dolor y en el doloroso gozo de conocer la vida tal y como es.




Ese es el significado del monstruoso Kirttimukha, “Rostro de Gloria”, que aparece sobre las entradas de los santuarios dedicados al dios del yoga, cuya esposa es la diosa de la vida. Nadie puede conocer a dichos dioses si antes no se ha inclinado reverentemente ante la máscara y pasado humildemente bajo ella.

 

*Imágenes: Difusión

*Extraído del libro:” Los Mitos”

- Su impacto en el mundo actual-

Autor: Joseph Campbell

Páginas: 136 – 147

Editorial: Kairós

 

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